EJERCICIOS DE PRIMER CURSO
Colección de relatos
Miguel Pacheco
Vidal
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Página
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Introducción
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2
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1.
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Decisión clave
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3
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Inicios (1ª. parte)
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2.
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Viejo actor
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6
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Inicios (2ª. parte)
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3.
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El Romances
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8
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Narradores (1ª. parte)
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4.
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Camino de
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11
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Narradores (2ª. parte)
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5.
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El método
Contóns
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14
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Espacio
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6.
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El silencio de
Bergerac
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18
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El tiempo (1ª. parte)
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7.
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La rutina del
arriero
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27
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El tiempo (2ª. parte)
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8.
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Ascensor al
presbiterio
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34
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La descripción
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9.
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Personaje contra
un cristal empañado
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43
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Personajes (1ª. parte)
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Ensayo sobre autocensura
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10.
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Nota de un
improbable diario de bitácora
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53
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Personajes (2ª. parte)
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Sobre la petulancia de escribir
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11.
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Grabado en la
palma
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62
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Personajes (3ª. parte)
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El juego de la verdad inexacta
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12.
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La mirada
turbia de Jefe Fernández
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71
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Título – Tema
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Indicios de estereotipo
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13.
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Veni, vidi,
vici
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80
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Microliteratura
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14.
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Un suceso
cualquiera en la Gran Vía
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82
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Diálogos
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La pretensión de inmortalizar una insignificancia
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15.
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El embalsamador
de ilusiones
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94
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Argumentos (1ª. parte)
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Salvar las apariencias : Una jugada que desafina mucho.
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16.
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El retrato de
Oscar Wilde por Dorian Gray
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103
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Argumentos (2ª. parte)
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Sobreentendidos e implicaturas
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17.
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Expresiones
fuera y dentro de un cuadro
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113
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La trama
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Encrucijada de caminos, sentimientos y personajes
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18.
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La muerte
olvidada de mosén Celedonio Artigas
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118
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Finales
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Sobre la censura y la paranoia que induce
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‘Ejercicios de
primer curso’ es una recopilación de relatos que han sido proyectados para
su empleo como lectura en Enseñanza Secundaria, constituyendo un ejemplo con el
que apoyar el análisis de diversos conceptos de técnica literaria que se
afrontan durante esa etapa.
Espacio, tiempo, personajes, descripción, tipo de
narrador, etc. son los conceptos por los que, en un momento u otro, habrá de
transitar la clase de Literatura. Los relatos que contiene ‘Ejercicios de primer curso’ están
orientados a ilustrar de manera específica cada uno de estos aspectos. De forma
ordenada. Cada relato se refiere de manera especial a un elemento literario.
Disminuye, por tanto, la enorme tarea de buscar los ejemplos adecuados en el
amplio mosaico literario donde permanecen entreverados, mientras que concreta
con claridad en un ejemplo el concepto que se pretende estudiar.
El profesor podrá elegir el relato que corresponda a cada
aspecto técnico literario que haya de abordar en clase y recomendar su lectura
en casa o realizar una sesión en clase, así como plantear ejercicios, etc.
Naturalmente, lo conceptos principales a tratar se
mezclan con otros aspectos que interesan al estudio de las técnicas literarias
–la interacción entre ellos puede enriquecer la explicación; incluso retomar un
elemento puede remachar su análisis- Los profesores, sin lugar a dudas,
hallarán más referencias que las tratadas aquí. No obstante, cada relato está
orientado claramente al aspecto principal para el que fue concebido.
Fueron escritos durante un curso de escritura dirigido a
través de Internet por el profesor Joan Cardona Romanos a quien le debo la
tutoría y el estímulo. En este curso, de manera metódica, se exigía la
resolución en forma de relato de cada uno de los conceptos, estrategia que
ahora brinda la ocasión de contemplar esta propuesta. Este planteamiento ha permitido
concebir este conjunto de relatos ordenados por concepto a observar.
Junto a los relatos, se facilita un comentario para el
profesor en el que se especifica el concepto y se ofrecen citas extraídas de la
narración.
A partir del noveno, se ha introducido también un ‘tema
complementario’ donde observar algunos aspectos prácticos que influyen también
en la propuesta literaria. Censura, autocensura, estereotipo, solemnidad, etc.
M.P.V.
INICIOS (1ª. parte)
DECISIÓN CLAVE
-
Voy a ... (por más
que lo intentaba, no recuperaba el recuerdo de qué caray había ido a hacer ella
sin él) ... y después iré a Casa Antonia. Allí te espero dentro de un minuto.
No te duermas, que no tenemos mucho tiempo.
El
contacto metálico en la mano le había traído a la memoria aquel instante
concreto, envuelto no obstante de cierta imprecisión, como casi todos los recuerdos.
Tan solo ha tenido que palpar la llave, una llave que lleva en el bolsillo y ya
le ha acudido a la memoria. El tacto es muy semejante o, cuando menos,
suficientemente parecido como para evocar un objeto, en principio tan diferente.
Nunca
se sabe para qué podría resultarnos útil, pero él, en las circunstancias que ahora
evocaba, no tuvo ninguna duda: lo manoseó unos instantes, lo observó desde
diferentes ángulos y, finalmente, lo colocó entre la ropa; después lo arrebujó
entre camisas, pantalones, calcetines, corbatas... todo encima y, sin pensárselo
más o vaciando cualquier pensamiento extraño, ya había cerrado la maleta, asegurándose
de que estuviese bien cerrada. La había colocado entre las otras, justo al lado
de la más frecuente y necesaria para ella y de la más grande, como si la relevancia
y la magnitud arrinconasen en un desinterés cualquier sensación perdida sobre
el contenido de aquella maleta. Las maletas, la grande y la habitual, relegarían
la maleta que ocultaba aquel instrumento letal. Esta era, quizás, la pretensión
inconsciente o, por lo menos, principal, de aquel acto compulsivo.
En
cualquier caso, era el recuerdo más vivo que le sobrevenía respecto a lo que había
hecho un momento antes de iniciar el viaje junto a aquella mujer. Sonó el
timbre del portal; se estremeció con una intranquilidad injustificada a no ser
por el sentimiento de transgresión que conseguía provocarle el objeto oculto.
-
¿Per qué tardas tanto? En Casa Antonia están a punto de cerrar.
Apartó
un poco más la maleta, sin demasiada intención, detrás de la más grande y preterida
por la más utilizada, muro tras muro. Sin duda, un acto mecánico, desprovisto de
cualquier motivo acreditado.
-
Ya estoy –y dejó el equipaje dispuesto; restableciéndose
del sobresalto, tomó la puerta y bajó los escalones de dos en dos, tras la mujer
que medio le esperaba caminando despacio, concediéndole tiempo para atraparla antes
de llegar al restaurante.
No recordaba
gran cosa más. No recordaba, por ejemplo, si había cerrado la puerta de golpe o
había dado el par de vueltas de llave que ella siempre exigía.
No recordaba
nada más de lo que había hecho a partir de aquel instante, de la misma manera
que, hasta este momento en que frotaba la llave con la mano, no le había venido
el recuerdo de lo que había ocultado con tanto esmero en la maleta. Le había venido
a la cabeza ahora, al acariciar la llave dentro del bolsillo del albornoz. En ningún
otro momento le había pasado por la imaginación. Acaso, al tocar aquella superficie
firme y fría que ocupaba su mente de tantas sensaciones inesperadas... ¡Maldita
memoria!
Jugaba
con la llave haciéndola bailar como una peonza entre los dedos, en el interior
del bolsillo. Vacilando dedos y llave mientras le acudían al pensamiento aquellas
emociones nuevas, imprevistas.
Un
acto irrelevante sin reacción previsible. Nada más, el recordatorio tangible de
un objeto también rígido, también frío, también consistente...
El ejercicio
pedía que este texto redactado como ejercicio ligase con el siguiente final:
Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su
albornoz. Echó una ojeada a la chica que dormía en la cama. Después fue hasta
una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón
de ropa. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro.
Volvió a la cama, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro
en la sien.
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INICIOS (2ª. parte)
VIEJO ACTOR
Siempre me ha gustado
ir al teatro en otoño, y eso no está demasiado bien, ya que el teatro es como
el fútbol, que ha de rodar un poco para alcanzar una operatividad aceptable. Los
actores han de estar en forma y, en otoño, no se han puesto aún. Quizás, al
final, hacia allá diciembre, algo después de las campanadas de fin de año, es el
instante en que todo se caldea. Todo -incluso la propaganda que, a su propio
pesar, influye-, toma un impulso y comienzan a ponerse en marcha los engranajes
como si nada se hubiese detenido durante el verano. Entonces, parece que el
drama esté presente sobre el escenario desde hace siglos; sobre todo, cuando lo
que hay sobre el escenario es una obra clásica.
El Teatro, como las
ganas de ir al teatro, tiene su propio calendario. Los actores, especialmente los
actores, han estado escondidos, hibernando en la madriguera y aparecen bostezando
en escena. Claro está que no bostezan. Lo parece.
Por eso, excuso
que Gregorio, representando su papel tal como lo está haciendo ahora, no consiga
conmoverme ni una brizna.
Todo tiene su
reloj y el arte escénico, también. Por más eficiente o brillante que sea el actor,
siempre alternará un cielo azul con la lluvia más insidiosa en lo que respecta
a su trabajo interpretativo; aparte de otras consideraciones, algunas solo
inesperadas, otras estúpidas, como la de que un coche le haya salpicado en la
calle y que no se lo pueda quitar de la cabeza mientras está interpretando un
personaje, una historia. También es posible que a quien le haya salpicado un coche
antes de entrar, haya sido a mí y que, por eso, no esté en buenas condiciones
receptivas para entender y valorar el trabajo artístico de Gregorio.
En cualquier caso,
o yo tengo el aparato receptor dormido o bien Gregorio no está realizando, ni de
largo, una interpretación capaz de arrebatar el más mínimo sentimiento que se pueda
esperar de mí, sentado aquí, en el patio de butacas.
Sí, viejo Gregorio,
en otoño no estás todavía en forma. Esperaremos que llegue la primavera y
seguramente podremos gozar de tus aptitudes y recursos. Pero también es cierto
que, más adelante quizás estés ya cansado. La edad no perdona y en tu caso, la
tuya es una señora edad que ha estado paseándose por los escenarios sin desánimo,
pero acumulando años. Si el otoño es demasiado temprano, quizás la primavera
comience a desvelar la fatiga de la temporada y aflore antiguas heridas teatrales
que pueden concederte un aspecto ridículo, patético de viejo actor que se
empecina en fingir galantería. Un esperpento.
No obstante, a
poco que se prescinda de preconceptos, es posible gozar de otra vertiente en la
comunicación escénica. Gregorio, cabalgando sobre viejas lesiones y su cansancio
secular, se ha transformado en otro hombre que, más allá de las palabras y
hechos concretos de la pieza y del fenómeno teatral, nos transmite el misterio de
un patetismo que confiere una nueva dimensión al espectáculo. Tarde o temprano,
Gregorio se da cuenta; se sienta con calma y me mira. Nos mira a todos. Pura
obscenidad. Inadvertidamente, ha comenzado una función imprevista.
NARRADORES (1ª. parte)
El Romances
¡Maldito seas, Romances!
¿Cómo has podido pensar una cosa así? ¿Por qué requetepuñetas siempre te metes
en embrollos? ¿No podrías estarte quieto? ¿Cómo puedes ser tan ingenuo? ¡¡Maldita
sea mi estampa!!
No solo te hallas
ahora como y donde te hallas, aparte de ser considerado el responsable de todo el
alboroto que se ha armado en el pueblo, sino que te has de ver desprestigiado por
completo y perseguido por la gente de la comarca. Inverosímilmente, además, te
tendrás que conformar porque, si en estas circunstancias, te pusiesen en
libertad, te colocarían en situación de riesgo. No te debes dormir; cualquier
paso en falso puede ser irreparable. Vigila, te va la piel en ello.
Que te encante
explicar historias a la gente, que seas devoto seguidor de la ciencia ficción
no es nada extraño ni censurable. Otra cuestión es que tu pasatiempos preferido
sea el de contar episodios improbables, más propios del imaginario ufológico y que hayas sido persistente hasta el punto de merecer el sobrenombre de ‘Romances’. Que, en lugar
de limitarte al centro donde nos reunimos habitualmente los del pueblo, te haya
dado por realizar las sesiones al aire libre y por la noche o que te disfrazases
con una túnica para conferirle la atmósfera adecuada a tus relatos, tampoco tiene
nada de extraordinario ni se le debe atribuir intención malévola alguna. No
obstante, he de reconocer que te podías haber abstenido de intentar simular
apariciones y contactos inexistentes más allá de tu imaginación. Esto ha
comportado que, en el momento final, tuvieses que desistir de efectuar la última
narración, justo después de encontrarte, durante tu incursión entre pinares, con
un par de alienígenas de verdad. Eso no te lo esperabas. Una cosa es inventártelos
y otra muy diferente, describirlos; sobre todo después del sobresalto de encontrártelos
cara a cara.
- No
he visto nada. Hoy no habrá sesión. No tengo ninguna historia que explicaros. Marchad
a casa.
Desdecirte en el último
instante de forma tan lacónica, acaso haya sido la peor ocurrencia, pese a que
contra el miedo irrefrenable no hay antídoto. Has visto cómo te sobrepasaba la
realidad, abandonándote las fuerzas para corresponder a tu compromiso. De lo
que no te has de sentir responsable (otro cantar es que te lo carguen), es del
cobro de tickets. Ha sido idea del Polainas y ha sido el mismo Polainas quien la
ha llevado a la práctica sin tu permiso y, encima, sin tu conocimiento.
Por romancero, por
eso estás aquí, alma de cántaro, y por culpa de la fechoría de otro. Tú solo querías
compartir tus fantasías galácticas con tus paisanos.
- Sí,
me gusta la ciencia ficción, señor sargento.
¿Eso le quieres
decir? ¿Cómo decirle la verdad a este hombre? De ninguna manera podrá creerse
una situación aparentemente tan fantasiosa; que te has topado con lo que te has
topado, lo podrás jurar, pero es increíble y aún menos, es admisible que tú no
supieses nada sobre el cobro de tickets para disfrutar de tus relatos; que eso
ha sido una iniciativa de Polainas, y sólo de él, es un asunto que tan sólo sabes
tú y tu amigo; si es que sigue siendo amigo tuyo. Porque, según tú, se lo embolsaba
todo.... Y, si el hombre que te está escuchando ahora se lo llegase a creer, todavía
peor, porque te dejaría libre; te pondría de patitas en la calle, fuera del cuartelillo,
en manos de la enfurecida gente del pueblo, que se considera estafada por un
miserable Romances.
- Ahora
me explicará todo lo que ha provocado esta algarabía en el pueblo, ¿verdad? ¡Con
mucha calma!
El uniforme humano,
ha dejado el tricornio en un ángulo de la mesa, como quien caza moscas. No sé
qué pamplinas le tendrás que explicar para convencerlo y que te permita pasar
la noche en el cuartel. Si le dices directamente: ‘Señor sargento, no me deje salir
de aquí.’, no te hará caso. Por otro lado, estos individuos son de índole desconfiada
y siempre han de descubrir un responsable y, ¡de momento, ya lo tiene! No se
precisa buscar más, con el escándalo que se ha provocado. Y, si sales, te
zurrarán, no lo dudes, pero estate tranquilo, Romances, porque es muy
improbable que este hombre se trague una historia como esta por más verdadera
que haya sido. Estos extraños sucesos sólo los conoces tú y te los crees tú.
¿Y los del pueblo?
Doblemente traicionados, por un lado, sospechan que todo ha sido una mentira,
que han sido engatusados con acontecimientos de observación y contacto
distorsionados y, encima, alguien les ha afanado la bolsa y, más aún, piensan
que eres tú quien se ha embolsado el dinero; no el Polainas. Al susto del tropiezo
con los extraterrestres, se te ha añadido la inquietud por lo que te tenga que
pasar con una parte de la población que puede llegar a ser muy bestia. Per cierto,
mira que si todo ha sido una broma y los alienígenas no son más que unos del pueblo
disfrazados... Ésta sí que es buena, no se me había ocurrido antes... Pobre Romances,
no tienes ni una sola carta a tu favor.
Cada minuto que
paso aquí dentro disminuye la posibilidad de que se arreglen las cosas, si es
que tienen alguna manera de arreglarse. Me las tendría que apañar para huir.
¿Sabes qué te digo,
Romances? Tampoco hay para tanto, una noche en los calabozos. Estate tranquilo,
no muevas un dedo ni intentes aclarar nada. Así como me llamo Romances, mañana
será otro día.
NARRADORES (2ª. parte)
Camino de
No... no es un
déjà vu, es cierto, pero es como si lo hubiese vivido antes, cincuenta veces o
más, y cincuenta veces cincuenta.
El problema es
reconocer que reconozco el paisaje del techo gris de la ambulancia donde me han
introducido de cabeza. Lo presiento, pero
no tengo la certidumbre. Nada más lo puedo presentir; no tengo sensaciones acerca
de lo que me pasa, pese a que lo puedo tocar con las manos, si es que me quedan
manos y todavía me sirven para algo. Tampoco consigo identificar quien es. Quién
está a mi lado. De hecho, no consigo identificar a nadie a partir del último
recuerdo. Un relámpago inesperado, inexplicable y sin sentido. Un recuerdo que acaso
sea muy antiguo o de ahora mismo. No es tangible, no se define; un trasfondo
transparente y violáceo. Una refulgente
centella en la memoria y no habrá nada más, ni antes ni después.
Mi esfuerzo
mental se pasea por el techo pringoso, mientras embasto la imagen de Pandora de
noche, sobre el acantilado, delante del mar y acompañada del hombre disfrazado
de sacrificio, que está dispuesto, con un falso designio de espíritu ingenuo, a
inmolar su coche preferido lanzándolo al precipicio. A cambio de... Lo tenía que llevar a cabo para
conseguir el consentimiento; según él, según sus subterfugios. Después, para el
momento de la verdad, tiene un as oculto en la manga: recuperaría su automóvil completo,
y útil, si a última hora la mujer falla y no le corresponde, como hará atraída
por el poderoso enigma errante que ha recalado en la bahía.
Pandora, vuelve y
se va, entre sombras y reflejos de calle que penetran con una rutina absurda e insistente
por los ventanucos del vehículo, al compás del tictac color ámbar de la
intermitencia de las luces que también penetran en el recinto de cuando en cuando.
Pero la espléndida mujer siempre me vuelve a la cabeza, bien ante un inglés
pusilánime y acomodaticio, de un holandés enigmático y casi eterno o de un español
impetuoso y, encima, torero. La intervención del italo-americano será más tardía
y fuera ya del storyboard.
Estoy tranquilo,
no sé por qué o sí sé por qué. Si fuese un caso muy grave, activarían y no dejarían
de activar la sirena, de forma continua; pero no, solo la hacen sonar de vez en
cuando, justo en cada cruce, supongo. No parece que se dé prisa este muchacho,
el conductor. Es un punto oscuro, otro punto oscuro o refulgente, según se mire.
Se lo toma con calma. Hay otro hombre, el más simpático, el que siempre se hace
el simpático; más que el desvaído conductor. ¿Cómo se puede tomar a broma... ?
En estas circunstancias, no obstante, no me atrevo a decir nada, me tendré que
conformar con las insignificantes ocurrencias del más simpático. Me quiere espabilar,
mantener despierto. ¿Cómo te llamas? Es excesivo, impertinente, se piensa que
se me puede remontar el ánimo en este corto viaje. Tan breve como previsible e intensamente
turbador, mientras se me mezclan las imágenes de la lamentable forma de contar
la muerte de Montalvo, el torero. Una monja cruza la pantalla hacia cualquier extremo.
Vuela batiendo las alas de la toca. Tocan campanas. ¿Habremos llegado? ¿Donde
están las campanas? Si no fuese por ellas, no nos hubiésemos enterado de la muerte
torera.
¿Se me abren los ojos
o es la boca la que de tan pesada me obliga a abrirlos? De sed o porque
necesito aire. Respirar ahora mismo, dentro de la jaula que me transporta. A la
sucesión de manchas oscuras y fulgurantes lucecitas que se combinan sobre la
superficie ajada, se interpone la cara de la enfermera. Una enfermera obscura.
Es triste y me quiere arrancar la máscara, como sea. Lleva una escarapela en la
liga y grita, pero no la oigo. Parece que es por mi bien. No debe ser grave: la
sirena tan sólo ulula a ratos, cuando alcanza una esquina y disminuye la marcha.
Quien se hace el simpático me dice alguna simpleza incomprensible y ríe. ¡Mira qué
gracia! La enfermera ya no está. Dejo la escarapela sobre el escritorio, al lado
de les plumas verdes y de la Virgen de Fátima. Vuelven a poner en marcha la
sirena. La caja amarillenta se mueve y se colma de luces y sombras inasequibles.
Un ruidoso silencio me encoge el alma. Las intermitencias de la ambulancia me
producen un cosquilleo en el corazón y no me permiten pensar ni alentar en plenitud los sentimientos. Tampoco buscar-los.
Respecto a la memoria,
la mía, si es que la memoria contiene lo que de verdad me ha pasado, meramente
me acude el recuerdo de un flash, de una
instantánea que quizá no haya existido, más allá de los cachivaches que
atiborran mi cerebro. Me vienen ganas de explicármelo y no lo consigo.
Hola y adiós,
holandés; ‘pero el dedo inapelable sigue escribiendo el tiempo’, nos dice ahora,
cuando tú ya has salido de la historia, la persona que narra la ficción, tu
ficción. Como siempre, ni más ni menos, el dedo será inapelable. Qué te pensabas,
presuntuoso. Yerra lo que quieras y déjame en paz.
ESPACIO
El método Contóns
Observando las
pautas del método de Josep Contóns, uno de los capellanes del presidio, hago lo
que tengo que hacer en primer lugar, de acuerdo a cuanto me explicó el buen
hombre: estirarme sobre el jergón, panza arriba, cerrar los ojos bien cerrados
y no dejarme dominar por los objetos que me rodeen de aquí en adelante y los
elementos que constituirán mi intimidad forzada por cuatro paredes
indefinibles, supongo porque he decidido no verlas; ignorarlas.
Ya que me he abandonado
a tientas, con todo mi peso, el somier lamenta con un crujido la violenta descarga
del cuerpo. No veo nada. Aún así, no puedo evitar que me invada el
inconfundible hedor a orina, que, me invade la impresión, es muy real. En
definitiva, he conseguido estirarme sobre el camastro sin pasear la mirada por el
habitáculo. Este es el método, ¿no es
cierto? Ahora, la estancia es un módulo distorsionado, que asfixia. Acaso lo
hagan adrede. Comprendido entre dos triángulos diferentes uno del otro y opuestos
sin demasiado sentido, como encastados a capricho, ha tomado la forma de un
trapecio irregular. No hay manera de imaginar la forma del edificio que lo contiene.
Si proyectase las líneas del módulo o si pudiese concebir una fórmula de
combinación posible, la arquitectura resultante sería un desastre absoluto. Como
el lenguaje del guardián que me ha conducido hasta aquí y que me ha encajonado
en la minúscula celda, el verdadero edificio también es una calamidad
incomprensible. Espacios tan enormes como inútiles, salas tan pequeñas o pasadizos
tan estrechos, como ignotos y retorcidos. Pero este edificio desastroso es el
de verdad. Me estoy saliendo del procedimiento exigido por el método.
Entorno los ojos. Junto los párpados con mucha
fuerza. No sé decir si el color de la pintura es gris oscuro, muy oscuro, o si
este casi negro es la consecuencia de una enorme acumulación de suciedad. Grietas
por todas partes rezuman indeseable humedad y la pintura, bufada, cae originando
láminas muy delgadas que se mezclan con las cagadas de rata esparcidas por el enlosado.
Una cucaracha de las grandes crepita; encaramada a la pared desconchada, se acaricia
las antenas. No me estorba ni se me antoja indeseable; en todo caso, un poco angustiosa
y le concede misterio al depauperado paisaje color indeterminado; eso sí, sucio
por todos los rincones.
La escasa iluminación
de un ventanuco roñoso y guarnecido de rejas repintadas, con los remanentes de
la desidia de quien las pintó y de quien las abandonó, consigue proyectar un
dibujo de sombras sobre les turbias paredes. Me divierte pensar cómo lo logra, habiendo
como hay tramos más oscuros que las mismas sombras que trazan figuras extrañas,
plenas de una vida inquietante y, si lo deseo, con una existencia y movimientos
propios. Nada más si lo deseo, porque, a momentos, me dejo llevar y no fantaseo
ni conjeturo; entonces, nada se mueve ni adquiere presencia.
Entreabro los ojos
y provoco una situación parecida a cuando, de pequeño, me hacía el muerto en el
pasillo de casa y mi madre descubría el ardid por el temblor producido en el
resquicio medio abierto entre los párpados. Así, jugando a ver y no ver, ni ves
ni imaginas más de cuanto has de imaginar. Los párpados me tiemblan como me temblaban
entonces, cuando niño.
Vuelvo al método.
Aprieto los párpados. Una ilógica tubería cruza el techo; se ve torcida como si
la hubiese utilizado alguien. Sí, sí, para colgarse. ¿Qué significa un tubo
clavado en el techo de una celda? Parece hecho con segundas, para que nos
colguemos y nos quitemos de en medio de una vez para siempre. Los inquilinos de
esta celda debemos ser considerados ‘personas molestas’. Eso debe ser.
Vuelvo a entreabrir
los párpados; separo les pestañas con determinación.
El padre Contóns
no me ha especificado la duración. No puedo permanecer así por más tiempo. Cierro
un poco los ojos. Un segundo. Para despedirme.
Un, dos, tres.. ¡abro
los ojos!
Después de inventarme
la celda fantástica, me resulta imposible describir la verdadera celda. La miro
y remiro y, al momento, a pesar de ser tan tangible, no la recuerdo. Como si no
la hubiese visto ni yo estuviese aquí. La vuelvo a mirar y no tengo la capacidad
de retener la imagen y, por tanto, la posibilidad de describirla.
La peste a orina
no es la misma. La produce un producto de limpieza que provoca un olor muy
fuerte.
Un, dos, tres… ¡abro
más los ojos!
Paredes lisas de
color casi metálico. Vistoso. De tan regular, el habitáculo no tiene
explicación, silla y mesa de fórmica, luces fluorescentes, amortiguadas por la intensa
claridad que penetra por una ventana. No he podido ver el camastro porque todavía
estoy en el lecho, mientras sigo al pie de la letra los procedimientos aconsejados
por mosén Contóns. He entrado sin mirar, de acuerdo con sus indicaciones; no sé
como no me he roto el espinazo. Ahora, muevo el cuello, con lentitud, para desentumecerme.
Me giro hacia el pavimento reluciente y liso.
El juego se ha
acabado. El método busca apaciguar la sacudida emocional que se padece en la prisión,
sobre todo durante los primeros instantes de la estancia. Consiste en:
- Sin percibir tu entorno, cerrar los ojos e imaginarte un espacio carcelario tan ominoso que, después, al abrirlos, las condiciones de la celda auténtica nos parezcan aceptables.
- Y que, a partir de haber gastado tanta energía en el proceso de figurarse una celda insuperable en defectos, no nos queden fuerzas para prestar atención y ya no sepamos ni podamos encontrarle inconveniente alguno a la de verdad.
Intento perseguir
la realidad, mi realidad desde este momento, y es como si el habitáculo y todos
sus objetos hubiesen desaparecido de mi vista. No puedo describirlos. Ni me importa
demasiado. No los tengo ni me pueden caber en la cabeza. Se han esfumado tras
la imagen irreal pero más contundente que he formulado con los ojos entornados.
¡Esto funciona! ¡¡El método es efectivo!! Siento una gran conformidad. Así podría
pasar los diez años que me quedan.
No obstante, he
pensado que otro día puedo cambiar de escenario y experimentar una variante del
método, improvisada por mí. Idearé que estoy encerrado en la arena fría y el agua
tibia de una playa del Caribe, bien acompañado por dos señoritas. También entornaré
los ojos.
No sé si se ajusta
demasiado al método prescrito por mosén Contóns, pero, por lo menos, a la
conformidad le añadiré la esperanza y una pizca de alegría.
EL TIEMPO (1ª. parte)
El silencio de Bergerac
Como un borrón,
se ha vertido el silencio
sobre la hoja en blanco
de la tarde.
Tú no sabes qué decirme,
yo no tengo palabras.
Gloria Bosch
Morera[1]
2.013. Nueve quince
de la mañana. Llevo diez minutos ordenando papeles. Dentro de quince tendré que
iniciar la actividad que conduzco como voluntario en un centro de atención a
drogodependientes. Es primavera o el invierno se va ya. Los participantes han
emprendido su jornada. Deben llevar algún tiempo en la terraza donde solemos realizar
los ejercicios. Ahora los dirige otra persona. Una muchacha que, con mano suave,
domina los códigos del tiempo. Ella, quizás, aún no lo sabe.
Me doy cuenta de
que, entre los asistentes de hoy, está Joaquín. Primera dificultad. No pasa nada.
Me apetecen las dificultades. Me agrada resolverlas, sobre todo.
Joaquín es la
persona que hace unos días, unos cuantos días, me propuso que elevase un poco el nivel de las sesiones; que los fragmentos
teatrales empleados fuesen de obras con más hondura intelectual. ‘Podríamos
ensayar algo de verdadero interés para nosotros’. Para mí, era un reto. Encima,
Joaquín me cae bien. Apenas llegar a casa me puse de manos a la obra. Lo que no sabia yo (y quizás, él tampoco lo
supiera) es que el equipo terapéutico había decidido su traslado. Joaquín
desapareció de la noche a la mañana. Aun así, todavía dispuse de tiempo para trabajar
Hamlet con él; un fragmento extraído de la conclusión de la pieza, aprovechando
la presencia de un entendido en esgrima entre el resto de participantes.
No obstante, y
con la clara intención de valerme también del espadachín, había preparado un
par de soliloquios de ‘Cyrano de Bergerac’. Creo que Cyrano y quizás, Rostand
también, cuando se enteren de este episodio, allá donde estén, quedarán satisfechos
y favorablemente impresionados. No podía desaprovechar el material recogido; aparte
de que no debía obviar la presencia del espadachín; de manera que pusimos en práctica
la propuesta el miércoles de la semana pasada.
¡Y ahora me encuentro
de nuevo con Joaquín entre los asistentes! ¡Fíjate tú! ¿Qué tenía que hacer? Pues,
lo que he hecho en este momento, pedir permiso a los demás –por si acaso alguien
se negase a repetirlo- y ejecutar de nuevo la parte de Cyrano que teníamos
embastada.
Mi predecesora
acaba su intervención. No me conoce, pero, por lo visto, sabe quien soy, porque
viene hacia mí. ‘¿Usted es el del teatro?’ Ella es Cécile y es francesa. Destacada por la
Universidad de Perpinyà para realizar un trabajo, un estudio... Me interesa mucho,
pero si he de llevar a cabo todo el proceso del Cyrano, no hay tiempo por enterarme
de nada más ni para diplomacias. Sonrío, eso sí, pero balbuceo; siempre
balbuceo fatalmente cuando se me plantea un objetivo perentorio ante una
relación imprevista, y más si se trata de una mujer. Se me nota demasiado o eso
creo.
Como puedo me libero
y bajo corriendo a la terraza. Acarreo una silla y pido a la gente que lleve
cada uno la suya. Formamos un semicírculo. El de costumbre. Reparto papeles y, sin
más, comienza la sesión. No tenemos tiempo. Lo aviso. Espero que me ayuden a
ajustarlo a horario y, en todo caso, a recuperarlo si es que malgastamos.
Ja me han concedido
permiso para ‘toucher’ hoy el Cyrano.
El caballero de Bergerac, sacrosanto contrasentido, desbordante y resuelto,
tímido irredento, pero, que es capaz de morderse su pasión hasta la renuncia
más descarnada. Hay muchos aspectos desde los que abordar este personaje, pero
–ya te recuerdo Joaquín. ‘Podríamos ensayar algo de verdadero interés para
nosotros’- he decidido centrar el análisis desde la vertiente de la indignación.
Tema presente, con creces, en la sociedad actual y característica muy definitoria
de la índole del personaje.
Cyrano exuda
indignación por los cuatro costados. Una indignación tan intensa como peculiar.
Cyrano es aristócrata, de la pequeña nobleza, pero no soporta el comportamiento
de los patricios. Él, que posee esta condición, ha de odiarla. Cyrano es culto,
es autor de teatro, pero abomina de la gente superflua que encuentra en el ámbito
de la escena, como el actor Montfleury, quien, apenas comenzada la acción de la
obra, utiliza el escenario para adular a los poderosos, malbaratando el Arte
Dramático.
Cyrano siente que
forma parte de los dos mundos que tanto detesta.
Por eso, se indigna
tanto.
He elegido pues,
dos fragmentos de la pieza teatral que resaltan la indignación de Cyrano desde esta
doble perspectiva. Uno de ellos corresponde al cuasimonólogo ante Le Bret: ‘No gracias’, repite el
caballero al desgranar, elemento a elemento, todo aquello que aborrece del estamento
aristocrático y que el no quiere exhibir.
Y repite ‘no gracias’
tanto como le parece y desea. La repetición del ensayo escénico, la insistencia,
nos muestra, cada vez, otro concepto de cualquier momento, el instante colgado
del tiempo; otra utilización, la reanimación continua y renovada de hechos,
personajes y circunstancias; algunos olvidados, quizás perdidos en el proceso temporal.
Pero insistimos, sin desfallecimientos, hasta alcanzar a todos. Todos habrán de
leer el texto completo y lo leerán bastante bien.
Lapso en el que sucede
lo que no me esperaba. Aparecen Cécile y una de las profesionales en prácticas.
Transporta cada cual su silla y se colocan en el semicírculo. No puedo detenerme.
Sigo. Tengo la sensación de que me quiere decir alguna cosa. No puedo entretenerme.
Lo siento.
Ahora, todos leerán
el inicio de la obra, cuando Cyrano expulsa Montfleury del escenario y desafía
la platea entera, para acabar matando a Valvert en una lucha a espadas cabalgada
sobre el ritmo de un poema, que improvisa haciendo coincidir la conclusión con
la estocada mortal.
Aparte del
mencionado maestro de esgrima, necesitaremos unas espadas. Unos tubos de cartón
almacenados en el taller. Salgo de la terraza para volver enseguida, con las simuladas
espadas. Le doy una a Walter que se ha ofrecido a recitar en primer lugar. Es extranjero
y le cuesta un poco. No deja de ser un buen ejercicio para él. El maestro de esgrima
me ayuda a construir la escena. Hay, se ve, una esgrima especial del Teatro. Gozaremos
de ella mientras leamos.
De prisa. Intenso.
Yo interpreto el
papel mudo de Valvert y he de caer muerto cada vez. Lo hago de manera ostensible.
Son movimientos rápidos; acciones efímeras. Palpitaciones. Este episodio y el de
antes, que en indignación es lo mismo, siempre que lo intentamos revivir, parece
resistirse y precipitarse, mientras que, si noto la observación de Cécile, la
mirada, el tiempo adquiere una longitud imprevista. Entonces, el pulso se hace
lento y la vivencia se aleja de la acción y se amortece y se difumina.
Reacciono. He de regresar a la búsqueda
de otro tubo, porque el mío se rompe. Corriendo. Habré de volver más veces, porque
siempre lograrán destrozarme la imaginaria espada. Sin piedad. No sé qué pasaría
con espadas de verdad.
Poco a poco. Suave.
Walter cede el lugar
a Dani. He de favorecer que la lectura sea más pausada. A cada participante que
lee, le fabrico la réplica de combate aposta estirándola con mis golpes de sable.
A cámara lenta, para que mastique lo que dice.
Advierto, otra
vez, la pretensión de Cécile. Vuelve a retardarse el propósito por sí mismo. Desea
decirnos algo. Tiene narices que esté explicando aspectos del Cyrano ante una
francesa. No me puedo entretener. ¿Cómo había de prever yo que la espontaneidad
de Cécile la conducirá, en el momento más inesperado, a tomar una silla y formar
parte del círculo como un participante más? Estamos pasando de uno a otro y ya
alcanzamos el final. No puedo refrenar el ritmo, como querría. En pocos instantes
todos estos acontecimientos formaran parte de un pretérito, pero ahora se están
produciendo, de forma simultánea, frenética y lentamente, mientras Cécile
insiste en la mirada y el tiempo se deshace. No sirve ya para nada. El
ejercicio ha terminado ya hace rato. El tiempo se perderá él solo. Ya.
Después de un duro
combate con todos los participantes, he llegado al desenlace con el último tubo
de las existencias casi hecho añicos. A continuación de haberme matado en cada
final, me veo resollando; un trozo de tubo oscila del sitio donde todavía se
engancha. Estoy, no sé por qué, encarado a Cécile. Supongo que ofrezco una
estampa bastante ridícula, gracias a una espada-tubo de cartón rota y que más
parece una caña de pescar. Su oscilación marcará ahora, y más tarde, el ritmo
del tiempo. Abruma el silencio. Huye la sensación de existencia, como si el corazón
latiese a plena lentitud y no hubiese nada más en la terraza. A ella, Cécile,
no le queda más remedio que decir lo que quería decir y, a mí, no me queda otro
remedio que escucharla.
- ‘Es que yo soy
de Bergerac’.
¿De Bergerac? ¿Cécile...
de Bergerac? ¿Es posible que sea hija de Bergerac? Ya costaba creer que fuese francesa
–incluso había sospechado que el acento era una impostación. Me hubiese sentido
más tranquilo- ¿y ahora me he de tragar que es de Bergerac?
El tiempo
abandona su lentitud. Me quedo estupefacto y me abarrotan pensamientos
imprevistos. Entre la gente, se disuelve el ahora, el presente, en una nube de
sonrisas que se apaga. El cansancio obstaculiza mucho y la sorpresa, también, y
me siento el único, el abrumado por la distancia de tiempo que hemos recorrido
en un breve instante. La eternidad se ha encogido por el alud de pensamientos
que ha provocado Cécile. ¿‘Es que yo soy de Bergerac’? Me sereno. La quietud se
ha instalado en la terraza. Percibo el sol... y el aire. Hasta las plantas. Pocas
flores. Aspidistras y plantas crasas. También los balcones que nos rodean. Se
me antoja la primera vez. No hay ninguna razón para no creer en la francesidad
de Cécile, por más que las matemáticas te estén gritando que no pueden existir
ni Cécile ni la coincidencia que comporta. Su acento es auténtico y no hay motivo
para no considerarla francesa. Es la inverosimilitud aritmética la que se
resiste a reconocer le evidencia, la perceptibilidad de hechos y personajes.
Tan sólo el cálculo matemático puede acabar diciéndonos: ‘La existencia de
Cécile será inaceptable. Recoge pruebas para no parecer loco o calla y no lo expliques,
porque Cécile es de todas todas una quimera’.
Es una casualidad
inadmisible según las reglas de la probabilidad.
Des
de la perspectiva de una persona que es de Bergerac:
1.
que ha decidido participar en el taller de teatro de un
centro de atención a drogodependencias,
2.
en un país extranjero,
2.1.
a más de quinientos kilómetros de Bergerac, su ciudad,
2.2.
y a unos doscientos kilómetros de Perpinyà, la sede de la
universidad de donde proviene.
3.
y que se dé la casualidad de que, en el sitio adonde
llega, están ensayando unos pasajes de Cyrano,
es suficiente
para haberla impresionado.
No
obstante, Cécile tiene un factor que transporta con ella: Es de Bergerac. Circunstancia
que puede originar la coincidencia en cualquier momento. No es como en mi caso:
1. que he decidido
abordar el personaje de Bergerac porque se dio la casualidad de que, aun no
siendo previsible, estaba presente Joaquín, la persona que había promovido que
aplicásemos un material literario de estas características,
2. que, en
definitiva, la de proponer el ensayo de los pasajes, al comprobar la asistencia
de Joaquín, fue una decisión de última hora,
3. que no estaba
seguro de que el resto de participantes accediese a repetir el ensayo de las escenas
de Cyrano,
4. que no estaba
informado de la visita de Cécile,
5. que, ni mucho
menos, podía haber previsto que nos acompañaría durante el ejercicio
6. y, lo más importante,
que no la conocía
7. y que, por supuesto,
no sabia que es de Bergerac,
8. y que, para acabarlo
de complicar, Bergerac no es una ciudad que tenga tanta población para ocasionar
frecuentes encuentros. No es París.
A todo esto, es imprescindible
añadir que si hubiésemos desplazado los hechos y las circunstancias sobre la
línea del tiempo, un poco antes o un poco después, no se hubiese producido la
coincidencia. Ninguna coincidencia. El tiempo es, sin duda, un factor importante;
la duración, el momento, las decisiones, las acciones previas, oportunidad de
las respuestas... formarían parte del numerador de esta fracción. Son aspectos
sutiles si se comparan con la enorme cifra que ocupa el denominador. El espacio
también es un factor importante, pero es un mapa infinito. La conjunción de ambos
elementos, en ocasiones, conduce al misterio inexplicable que reúne el alma del
’donde’ con el espíritu del ‘cuando’ y entonces se provoca la carambola.
Estoy sorprendido,
no asustado. El Teatro tiene esta vertiente. Se enfrenta a las matemáticas. Estoy
avezado. Tiene su propia fórmula. Vuela de lugar en lugar y arriba adonde quiera,
mientras transita de época en época. De hecho, nosotros intentábamos recrear el
París del siglo XVII en la terraza de una calle de Barcelona, cuando ha irrumpido
Cécile y, con ella, ha penetrado, en cierta medida, Bergerac. Bergerac de ahora
y un poco del Cyrano.
Dejo el tubo
sobre una silla. La mía. Nunca me siento, pero tengo silla, así como me invade
la sensación de que el acontecimiento vivido se desvanece encapsulado en un recuerdo
prematuro. Acaba de ocurrir y ya pertenece a la batalla entre la memoria y el olvido,
sin haber sido jamás un proyecto del todo deseado. ¿Cuando Cécile vuelva a Francia,
será consciente del desconcierto que nos ha producido? El tubo-espada, desvencijado,
resbala y cae. Es una metáfora. No oscila; no marca el tiempo. Se ha desprendido
de esa virtud y cae.
2014. En cualquier
instante. Intento recuperar las sensaciones y no lo consigo, mientras pienso
que la coincidencia no se hubiese dado nunca, de cumplirse las expectativas de un
estricto cálculo de probabilidades. Lucho por recuperarlas y me percato de que
ha sido un caso real, como real es la terraza y las plantas, los balcones,
Cécile, el Centro, el Taller, los participantes, como auténtico es este relato con
el que intento condensar la historia dentro de un ejercicio sobre el tiempo, dentro
de un curso sobre expresión literaria, verdadero también; como real es también
el profesor que imparte el curso.
2.013. Doce menos
veinte. Llevo diez minutos recogiendo tubos de cartón despanzurrados; también
la silla y los papeles. Dentro de quince tomaremos un café con leche Cécile y
yo – así hemos quedado-; cosa curiosa,
en la ‘Maison du gourmet’, otra chispa de coincidencia. La actividad que conduzco
como voluntario en un centro de atención a drogodependientes ha concluido.
Lamentablemente, se ha escurrido de mis manos y de la memoria que se construye
día a día.
¿2014? Tanto da
la hora y la época del año. Se ha deshecho el tiempo. Es y será un destiempo,
ya para siempre. Para revivir los hechos, ahora los debo reavivar en el ámbito
de los sueños, donde la distorsión de tiempo y espacio se coge de la mano de la
aceptación más natural y donde la ubicuidad consigue ser diacronía y viceversa. ‘Podríamos ensayar algo de verdadero interés
para nosotros’ dice Joaquín desde el trasfondo invisible. Cyrano le exige
silencio, ‘Estamos en París. Estoy concretando la síntesis espacio-tiempo’, mientras
observo la escena desde el interior de un carruaje. Las ruedas provocan un gran
estruendo. Resuenan sobre el adoquinado de la calle de una ciudad nocturna y húmeda.
Cyrano pide silencio, de nuevo. ‘Je suis né à Bergerac. Bergerac c’est
moi’. Es una serpiente larguísima que se hunde hacia su destino. Se muere.
Interpretaba Hamlet.
Y 2014. Pero la
dimensión onírica se me antoja una trampa o un relato de aproximaciones que
dista mucho de una cronotopía verosímil que estallará siempre que la diacronía colisione
con la ubicuidad, de forma involuntaria o
por razones inalcanzables y desconocidas. Los sucesos son tan reales como
inaprensibles; motivo por el que han constituido un componente adecuado para este
ejercicio. Es primavera o el invierno se va ahora mismo. He intentado enlazar
los ‘donde’ con los ‘cuando’.
EL
TIEMPO (2ª. parte)
La
rutina del arriero
Hamlet: ¿Es que
no tiene noción de lo que hace, este hombre, que canta mientras cava tumbas?
Horacio: La fuerza
de la costumbre le ha hecho indiferente a su oficio.
William Shakespeare
Milton Estomba había sido un niño prodigio. A los siete
años ya tocaba la Sonata No. 3, Op. 5, de Brahms, y a los once, el unánime
aplauso de crítica y de público acompañó su serie de conciertos en las
principales capitales de América y Europa.
Sin embargo, cuando cumplió los veinte años, pudo notarse
en el joven pianista una evidente transformación. Había empezado a preocuparse
desmesuradamente por el gesto ampuloso, por la afectación del rostro, por el
ceño fruncido, por los ojos en éxtasis, y otros tantos efectos afines....
- Milton, querido...
Milton cerró el libro.
Hacía tiempo que leía de forma compulsiva este cuento. Desde el momento en que
le comunicaron la próxima misión que le tendrá ocupado cinco periplos, el equivalente
a tres órbitas solares del planeta origen. Sólo tuvo que rastrear su nombre y,
entre los resultados, seleccionar este relato escrito en la Tierra hace varias
veces medio millón de periplos. A Milton le atrae mucho rastrear el pasado. Sabe que, como todo el mundo, proviene de
aquel planeta y le provoca regocijo hallar coincidencias, huellas antiguas...
Pero por más que
insistiese no entendía por qué el protagonista tenía que realizar muecas
sentimentales mientras tocaba el piano; no obstante, le llamaba la atención,
consideraba estética la oportunidad y le resultaba agradable la lectura.
- ¿Qué estás
haciendo, Milton?
- Nada, Mildred. Nada
importante...
- Ya he efectuado
los cálculos.
- ¡Si ya sabes
que no era necesario! Los realizará automáticamente el sistema.
- Así me distraigo.
La faena te tendrá ocupado poco más de un periplo y medio.
Milton resopló. Le
habían dicho que duraría cinco. ¿Por qué? Tener por compañera una especialista
en Astrofísica ofrecía sus encantos, pero también representaba algunos
inconvenientes. Dadas las características de la faena, ella sabía todo y lo
podrá prever todo sobre él. De todas
formas, con el afán de rebelarse contra este inconveniente no se consigue nada,
cualquier resistencia sería irrelevante.
Se centró en la contemplación
de la Luna, el satélite que tendrá que arrastrar unas doscientas mil millas.
Pero no de cerca ni con la exactitud de los actuales aparatos de óptica. Buscó
la imagen más aproximada a la que, en su tiempo, vería el autor del libro que
ha abandonado hace un instante sobre la consola. Intentó ejecutar alguna mueca
como las del otro Milton, el protagonista del cuento, mientras buscaba una foto
antigua, de la época.
Una poderosa intuición
le lleva a desconfiar del aspecto que ofrecen las precisas y detalladas
filmaciones que ahora pueden ser captadas de los objetos más lejanos. A él, le
interesa mucho más el aspecto natural de las coses. El día que un astronauta pisó
la superficie lunar, fueron destrozadas de un solo golpe, un montón de referencias humanas y, por supuesto, un sinfín de
tradiciones. Y, encima, ¡el astronauta comenzó a saltar de un lado a otro! ¡¡Inconsciente!!
Si alguien piensa que pisoteando el polvo pueden ser desvanecidas ignorancia y superstición,
está perdido. Otro es el camino.
Un círculo blanco,
refulgente, se apoderó de la pantalla y, en un salto imprevisto, menguó hasta
refugiarse en un rincón. Es curioso, las sombras y oscuridades se veían de un
solo color, mate, como si la luz de la Luna hubiese desposeído los colores
propios de la naturaleza. Desteñidos de color azul. Sombrío.
- ¿Ya has preparado
todo lo que te tendrás que llevar?
- ¿Qué...?
- ¡Sabes muy bien
lo que te he dicho!
- No deja de ser
una simpleza este trabajo.
- Peor sería no
tener.
- ¡Ya!,
pero hubiesen podido alcanzar otro acuerdo con los nómadas.
- ¿Qué clase de acuerdo?
- No sé, buscar
un planeta de características similares...
- ¿Y
esconderlos? ¿O desperdigarlos? Tampoco os podéis quejar. ¿Cada cuando se ha de
reajustar la distancia de la Tierra a la Luna?
- No
me hagas rumiar. Ya sé que no me corresponderá otra vez en mi vida. Pero ésta me ha tocado y hay muchos arrieros a quienes nunca les tocará.
La pantalla exigía
cada vez más atención. La Luna ocupaba una pequeña esquina. Detrás, la Tierra, más
pesada, palpitaba. Le confería cierta inestabilidad a la imagen. O la Luna caía
o se deslizaba hacia el ángulo superior. La Tierra invadía la superficie.
- Creían
que el satélite se alejaba 0.65 pulgadas por periplo. Estaban muy equivocados.
No contaban con que se aceleraría el alejamiento. Y que, para más inri, también
se habría de atender otro peligro. ¿Qué decidir, pues? Cada tanto, reavivar el
sol y, cada tanto, acercar la Luna.
- No me
convence. Hubiesen podido evacuar la población. Cualquier decisión, menos la de
convertir el planeta en un museo viviente, habitado por los descendientes de
las personas que no se resignaron a marchar en aquellas circunstancias. Los nómadas.
Al fin y al cabo, muchos de ellos prefirieron desalojar el planeta, como los
demás. Tengo entendido que, entre mis ascendientes, hay sangre gitana.
-
Después de tantos milenios, toda persona tiene mezclada la sangre. Admítelo. Un
trato es un trato. Los hemos abandonado a cambio de garantizarles una
contemplación, la Luna, tal cual la recuerdan y un sol que les caliente e ilumine
como de costumbre. Y ha de ser un proceso lento, visible, consistente, para que
sea recordado. Son estrategias del poder. Objetivos electorales. Siempre
presentes, ineludibles. Ten, no te olvides la fiambrera y no refunfuñes más. Ya
verás como no sobrepasas los dos periplos y medio fuera de casa, a lo sumo.
La mujer parecía
satisfecha con la idea de que Milton se ausentase un tiempo considerable. No
podía evitar mostrarse contenta, o bien, él se lo figuraba.
La visión de los
planetas en la pantalla se ha llenado de líneas saturadas de datos. El sistema
ha iniciado el proceso. A partir de este momento, esparcirá por todas partes cálculos
y órdenes. Milton, resignado, contempla el fenómeno. Ha desplazado hacia atrás
la silla para mirarlo de lejos. Ahora, el sistema le dirá donde ha de ir, que ya
lo sabe, cuando habrá de ir, que también lo sabe, y le dirá lo que ha de hacer
y cómo lo ha de hacer. Las maniobras. Lleva toda la santa vida ejecutándolas; mejor
dicho, ensayándolas. Mínimas maniobras y, en cualquier caso, previendo una
situación de emergencia. Pero la pantalla no se detiene, el sistema la colma de
mensajes. Posiblemente, después permanecerá callada, sin asignarle otra misión,
durante un puñado de periplos más.
No había de qué
lamentarse; todo lo dispone el sistema. De hecho, el arriero nada más se ha de instalar
en la cabina de control de la nave y permitir que todo funcione por sí solo.
Esperará que el remolcador emita un rayo tractor para capturar el satélite y que,
poco a poco, se ejecute el transporte. Con lentitud, con mucha lentitud, bien por
las razones que sostiene Mildret, bien porque los habitantes de la Tierra o
algunas características climatológicas del planeta no admitirían un cambio demasiado
brusco. Todo funcionará de forma maquinal y compacta, sin fisuras ni estrecheces.
Más complicada debe
de ser la tarea de reavivar el Sol, y de más duración. Pero este no es un cometido
para un arriero.
Parece extraño,
pero es una condición sine qua non, que, en la cabina del remolcador, esté
presente un ser humano, a pesar de que, en apariencia, no tome parte en ninguna
operación ni la ordene. El piloto arriero sube abordo. No toca nada. Un
componente sí, el armario donde dejará parte de su uniforme y la fiambrera.
Mirará con desdén los contenedores de alimentos sintetizados –Mildred los
sintetiza mejor; es, con mucho, mejor cocinera- y se sentará ante la consola.
El remolcador se pondrá en marcha solo y no se detendrá hasta de aquí a dos
periplos y medio– un año y medio para la gente del planeta-, cuando haya acabado
la tarea, de acuerdo con sus previsiones; según Mildred, un periplo y medio y cinco
si se cumplen los planes oficiales.
Mientras tanto, tendrá
que vigilar. Querría, sin embargo, que su faena adquiriese otra dimensión más personal,
más artística, que ofreciese el testimonio de su aportación al trabajo, cierta
intensidad vital, y le permitiese manifestarlo dibujando en la cara algunas muecas
sentimentales como las que exhibía el otro Milton, el pianista, mientras interpretaba
las piezas de música clásica.
Se puso el uniforme.
¿Qué vestigios encontraría de aspectos étnicos gitanos para considerarse? ¿Tener
sangre de ambulante y gozar de la Luna con una vieja perspectiva, desde la Tierra?
Mirar la Luna con sus ojos. Transparentes. Crédulos. ‘Volverme loco por un deseo
cualquiera’... Un antepasado, quizás. Nada más uno. ¿Gitano él? Beduino o
inuit, ¿por qué no? No es nada extraño: muchos habían renunciado al planeta
origen y se habían esfumado entre las colonias diseminadas por el universo. Cambió
la pantalla a modo espejo y solicitó al sistema que le ataviase de gitano. El
sistema obedeció de inmediato vistiendo su imagen con un chaleco sobre una
camisa de flores. Entonces, se le ensortijó el cabello. Se entretuvo un rato examinándose
y, sinceramente, se agradó.
Mildred tiene razón:
hay un tufo de ineludible en todo esto. Se ciñó con fuerza el cinturón del uniforme,
tensó la chaqueta hasta bruñirla, asió la fiambrera y la inspeccionó como si tuviese
alguna oportunidad de inspeccionarla, distinguir y recontar los alimentos que
contenía. Cinco periplos de alimento en una fiambrera no se pueden comprobar en
un abrir y cerrar de ojos. No soportaba el menú abordo. La fiambrera tiene también un carácter
ineludible.
Pasó revista a los
últimos movimientos, los habituales, y, en el momento de salir de casa, le viene
a la mente: ‘¿Uniforme? ¿Por qué? ¿Quien
me ha de ver?’
El oficial de
remolcador, el arriero de planetas, se sitúa cara a la pared. Se abre una puerta
disimulada en el tabique y el hombre penetra en el transportador. Se gira con una
pizca de solemnidad, mientras la puerta se cierra comprimiendo la imagen de su
casa. Una imagen que tardará en contemplar de nuevo, como mínimo, periplo y medio,
si es que se cumplen los vaticinios de su mujer. Cavilaciones... El tiempo que exija
la acción o que convenga a las autoridades.
-
Milton! Milton!!
Escucha desde el
otro lado.
Se abre la puerta
de nuevo.
- ¡Milton
eres un descuidado! Te dejabas el casco y las manoplas. Ah, y también la insignia
del cuerpo.
Son reglamentarios.
LA
DESCRIPCIÓN
Ascensor al presbiterio
- Sí, sí… Tampoco sabemos nada de él. Hace tiempo que Andreas no aparece por los ensayos.
Y es extraño, porque es una persona muy cumplidora.
- Soy el director del hotel. La camarera de piso nos ha
informado de que no se ha atrevido a entrar a la habitación, porque el letrero
de ‘no molesten’ permanece colgado en la puerta desde hace muchos días. Y, antes
de irrumpir y ver qué pasa, he decidido ponerme en contacto con usted, tal como quedamos... Usted me insistió en
que le avisase, en caso de surgir cualquier incidente...
- Este chico... Le hemos llamado, pero no contesta.
- Tampoco nos contesta a nosotros, se ve que mantiene descolgado el teléfono.
- ¿Y qué podemos hacer?
- No queda otro remedio que entrar...
- Lo entiendo. Pero, ¿le importaría esperar a que estemos
presentes nosotros? Nos sentimos bastante responsables de la situación.
- Bien, pero no tarden demasiado.
- Será un momento.
Ernesto, el
director de teatro, no tenía ninguna obligación, pero se sentía... quién sabe
cómo se sentía por aquel muchacho, una promesa, sin duda, del Arte escénico.
Buscó su chaqueta. Nunca recordaba donde la había dejado. La abandonaba siempre
en un sitio distinto con un gesto de indiferencia, forzado por una intención:
la de aparentar que tenía que focalizar su interés sobre los asuntos del instante,
cualquier instante y cualquier cuestión sobre el escenario. Era una actitud
milimétricamente estudiada.
- Sergio, ¿quieres acompañarme?
- ¿Adónde vamos?
- A buscar a Andreas...
No tenían porqué intervenir,
pero, sin pensárselo demasiado, Ernesto y Sergio, se vieron pidiendo un taxi. Sergio
no había expresado sorpresa alguna –¿Andreas?- ni aun había exigido explicaciones
–estaba avezado a situaciones inverosímiles que se dan en el mundo del teatro-,
pero Ernesto las facilitó todas en el camino, las pocas informaciones y algunas
cavilaciones propias sobre qué podía haber pasado. Sergio sabía muy bien donde había
dejado su americana. En esta cuestión no perdieron mucho tiempo.
- ¿Hotel de la Rambla, me ha dicho, verdad?
- Sí, sí, gracias.
Pero, en aquel mismo
instante, Andreas ha dejado ir de nuevo su mente hacia la iglesia del colegio.
Repasa su recuerdo de infancia sobre las imágenes del enorme tríptico que
decora el altar. Una a una. No las ve con precisión. Es normal, está muy lejos;
no obstante, les conoce de memoria. Figuran los apóstoles y están modeladas en
escayola. Son relieves blancos, un poco sucios por el polvo acumulado sobre el yeso.
Un día quien los ejecutó calculó que, en un futuro, serían coloreados, pero el tiempo
cambia y las pretensiones también, y ahora permanecen con un color lechoso, con
los ojos hundidos, sin policromías y con mucho polvo. Sombras evanescentes.
Combinaciones de sombras. La dureza del banco de madera le mantiene despierto,
alerta. San Pedro –siempre se reconoce a San Pedro por la calva; acaso, por las
llaves que sostiene en la mano- se parece al obispo que, sentado de cara a los
feligreses y situado en un punto preeminente del altar, preside la ceremonia.
A la izquierda de
Andreas, la renglera de compañeros de quinto y, a la derecha, don Jerónimo,
profesor de latín y factótum del teatro. Del espacio y de la actividad.
- ¿Qué ves, artista?
En las gafas de
don Jerónimo se concentra la poca luz que les llega para lograr lanzarle un
reflejo. Acostumbra a llamarle ‘Artista’ mitad en broma, mitad con condescendencia.
Es una buena persona. No le querría provocar escarnio. Andreas confiaba
plenamente en aquel sacerdote. Bien por la educación recibida, bien porque
aquel hombre se lo había merecido.
- Dime, ¿qué ves?
- Qué veo, ¿dónde?
- En el altar, por ejemplo. – musitaba al oído.
- Los cirios... el sagrario...
- ¿Y qué más?
- Veo el obispo.
En el colegio
estaban muy ufanos. Había venido un obispo para presidir un oficio.
- ¿Y qué más?
- La mitra... ¿Qué quiere que vea?
Uno de los
oficiantes apartó el báculo. Se quedó con él en la mano, a un lado del prelado,
como si fuese un alabardero, de guardia, honrando la presencia del obispo y la
fastuosidad de la ceremonia.
No era el arzobispo
titular de la archidiócesis. Tampoco el auxiliar. Era el de Colofón. Los diáconos
oficiantes le habían quitado la capa y la mitra y, con un gesto de suprema elegancia,
habían reclinado la casulla sobre los hombros, a través de la abertura prevista
para la cabeza. Enrollada sobre la espalda, la habían dejado desplegarse hacia abajo. La mitra, al cambiar de mano, mostró unas
ínfulas imponentes. Al final, la depositaron con unción sobre la mesa, junto a
la capa. Las ínfulas pendían ostentosas.
- ¿Nada más?
- La mitra... El altar, el crucifijo... ¿Qué quiere que
vea? El presbiterio.
De repente, la su
voz se tornó acerba, desanimada.
- Pues, si tú no ves nada más, no sé quien lo podrá
ver...
No sabía adonde quería
ir a parar con aquel juego.
- Veo... ¡es imponente!
- ¿Imponente? Curiosa palabra.
El taxi llegó a
la puerta del hotel. Los dos llevaban chaqueta, pero no estaban seguros de haber
cogido dinero. Angustia sobre angustia. Revuelven los bolsillos y pagan.
Dentro del hotel,
el director les estaba esperando. Deja sobre el mostrador los papeles que sostenía
en la mano y esboza un gesto para que le sigan.
- ¿Qué ves?
- Ja se lo he dicho.
- ¿No ves a Dios?
- ¿A Dios?
- Sí, ¡a Dios!
Andreas balbucea
silencio e impedimento. Este sacerdote es buena persona, pero debe de estar un poco
loco.
En el ascensor, Ernesto
y el director, intercambian unas palabras. Sergio permanece mudo.
- Hace cuatro días que cuelga el letrero de ‘no molesten’.
No ha salido en ningún momento ni ha entrado nadie.
El ascensor traqueteaba
por todos los lados. Era una carcasa de madera que, con ventanas de vidrio, se
deslizaba en medio de un enrejado más bien roñoso. Las guías, excesivamente embadurnadas
de grasa, acompañaban la fatiga del ascenso. Sergio no poseía muchos conocimientos
sobre la materia, pero, mientras los otros hablaban, se olió que el aparato no
debía tener un sistema de detención de caídas muy eficiente. Chirriaba a cada
paso. Chillaba ‘soy un ascensor muy viejo’.
- De hecho, no hemos comenzado a preocuparnos hasta ayer,
cuando no acudió al ensayo. Nos ha sorprendido en medio del fin de semana. –Se excusó
Ernesto, improvisando una versión relativamente distinta a la de la conversación
telefónica. El director del hotel capta la diferencia, pero no le concede más importancia
que la de una señal de mala conciencia.
- Vete a saber qué nos vamos a encontrar...
- ¡Sí, a Dios!
Andreas seguía inmerso
en su recuerdo.
- ¿Por qué a Dios?
- De alguna manera, a Dios. De otro modo, ¿qué pretenden
con tanta ceremonia y tanta magnificencia?
Nunca se había
sentido tan molesto y, menos aún, por culpa del bendito de don Jerónimo. ¡Qué
mosca le ha picado!
- ¿No será que, con tanta ceremonia y magnificencia, lo
que pretenden es escamotearnos a Dios? Fíjate, todos los fieles reciben la señal
de que lo que pasa en el presbiterio es importante, incuestionable, y, de
manera casi automática, se han puesto tiesos como un palo. ¡Tiesos como un palo!
¡Todos! Piensan que forman parte de la importancia que les anuncian y no realizarán
el esfuerzo de eludir esta fachada de suntuosidad para sortear el espejismo y enfrentarse
al trasfondo.
Andreas, que en
aquella época se llamaba Jorge, comenzaba a sentirse nervioso. No calculaba bien
la trascendencia de las palabras que estaba oyendo, pero intuía que poco le tendrían
que agradar a según quien. Aquel sacerdote se había distraído y no tenía en cuenta
la situación. Justo en la renglera del banco, dos sitios más allá, estaba el Pardillo, que siempre cantaba todo lo
que le entraba por el oído. Compuso una mueca de complicidad, pero don Jerónimo
insistió.
- ¿O no reconocer que no saben donde está? No saben nada
de Él.
¡Caramba, don Jerónimo!
- Es como en el Teatro, ¿te acuerdas? La solemnidad somete
y distrae. Envuelve la palabra y aleja el sentido.
Ya hacía rato que
el Pardillo les miraba. Alguna palabra habría captado. Un posible concepto
inoportuno. Quizás, la mera imagen de un sacerdote susurrando al oído de un
alumno, en plena celebración religiosa presidida por un obispo, ni más ni menos.
- La solemnidad es enemiga de la interpretación. ¿Recuerdas?
Una vieja enemiga de los sentimientos, porque ella es o parece un sentimiento,
una falsa emoción que oculta y arrincona las otras, sin consideraciones.
El ascensor había
llegado a su destino, dejando atrás los sufrimientos de una mecánica ya caduca.
La camarera de piso esperaba en el rellano recubierto de una alfombra pisoteada
por generaciones de huéspedes.
Mientras, el recuerdo
de don Jerónimo se ocultaba en la habitación y era desconocido por los visitantes.
Abrir la puerta
de la cabina de estos ascensores requiere un buen empujón. Desengastar los pestillos
exige un esfuerzo que el director, distraído por la conversación, no supo proporcionar.
Fue necesaria una segunda tentativa. Abrir la puerta de la jaula no tendría que
resultar nada fácil tampoco. Antes de ceder, la estructura tembló como si estuviese
remendada.
Andreas persistía
en el recuerdo:
- A veces, el público alcanza la conclusión de que la escena
es transcendental. Entonces, aparece en él una reacción automática. Satisfecho
con su hallazgo, cree haber logrado el objetivo y abandona la búsqueda.
La lentitud y la
inestabilidad del ascensor habían agudizado la angustia de Ernesto. De Sergio y
del director, no tanto. Estaban más acostumbrados. Uno por asuntos más o menos
frecuentes en el ambiente teatral; el otro, en el mundo hotelero. La actitud de
la camarera aumentaba también la sensación de inquietud.
La camarera introduce
la llave en la cerradura. Los cuatro entran en la habitación. Ernesto en primer
lugar. Le ha cedido el paso el director, que penetra a continuación. Sergio
intenta ofrecerle el paso a la camarera, pero ella rehúsa. Sergio comprende que
debe estar atemorizada y la precede.
Hay un desorden
evidente. Al lado de la puerta de entrada, el baño. La luz encendida. Todas las
luces encendidas. Migas dispersas, botellas vacías, ropa arrugada y sucia. Al
fondo, el dormitorio. Se escucha la voz de Andreas. Les reconforta oírla.
Director y ayudante de dirección se miran extrañados.
Andreas-Jorge, retorna
poco a poco a la realidad de Andreas, sin abandonar por completo la de Jorge.
Ha vivido un ensayo intenso y no es consciente del tiempo empleado. Aún seguía
y seguiría desprendiéndose de cualquier indicio de solemnidad en sus gestos, en
su voz, en sus intenciones, explorando el trasfondo que, desde el recuerdo, le
proponía don Jerónimo. Ensayaba sin público. La silla y una butaca como espectadores.
La cama, el escenario. Repite el monólogo una vez y otra. Desproveyéndolo de
fisuras, de aderezos, de poses solemnes, de vanas implicaturas. Desvestir de las
hojas superfluas la alcachofa de los sentimientos.
Y ahora, despojado
de estos añadidos sobre voz y significado, permanece, casi desnudo, envuelto en
una sábana, recitando palabras de un personaje que ya siente en la sangre. Pero
la locura le permite entrever que, aparte de silla y butaca, hay más espectadores.
El director, su
director, se configura dentro de su borrosa visión; reposa en el quicio de la entrada
al dormitorio. Procede con elegancia, con la actitud estudiada que nunca
abandona. Permanece atento. Detrás de él, Sergio y, separados de los dos, unos
esbozos trazados a la penumbra. Persones desconocidas.
Andreas prosigue el
ensayo como si tal cosa. Asume tener público de verdad.
Se dibuja una sonrisa
en los labios del director de escena. Escuchar el monólogo le ha serenado. Sergio
ha relajado su eficiencia y se deja llevar. Disfrutan la escena. Andreas ha permanecido
encerrado perfeccionando el papel y lo ha abordado a partir de un trabajo de
motivación que le ha absorbido hasta el punto de llevarle a perder la noción
del tiempo. Eso era todo. Empeñarían, Ernesto y Sergio, el alma al diablo por
conocer el planteamiento del ejercicio de motivación. El punto de partida.
No saben que, detrás
del recitado, todavía continúa vivo el recuerdo de don Jerónimo.
- Di, ¿qué ves detrás del altar, en el trasfondo?
Ernesto no sabe
lo que discurre por la cabeza del actor, pero siente admiración y un poco de envidia.
Visto desde fuera, Andreas solo recita su papel. Repite y repite un texto. No
obstante, el director de escena, con su actitud de afectación, la de siempre,
reclinada sobre la pared, se ha vuelto permeable y ha permitido que la voz le impregne.
Descubre que, por debajo del discurso, discurre otra historia.
- Si tu alma no lo
ve, ¿quién será capaz de ver algo? –Insiste el sacerdote desde la evocación.
Dentro de la habitación,
Andreas se había exigido canalizar la emoción de su trabajo artístico, sin permitirse
la presencia de la solemnidad. Mientras rememoraba un episodio de su infancia
que estimulase la acción, recitaba palabras distintas, de una escena dramática.
El texto es un
monólogo archiconocido. Es el monólogo. De los más difíciles. Sólo anunciarlo, todo
el mundo se pone tieso como un ajo, incluso el actor que lo recite. Entonces,
el teatro acostumbra a convertirse en una ceremonia, como la del obispo de
Colofón. Adopta una actitud circunspecta; antes incluso que gesto, palabra y acción
consigan conmoverle. Contra esto ha estado luchando durante estos días y se ha
salido con la suya.
-
En el trasfondo...
El soliloquio se acaba.
Ernesto se separa
de la pared y prorrumpe en aplausos. Sinceros y emocionados. Sergio se suma. El
director del hotel y la camarera adoptan una actitud contenida. Se deciden a aplaudir,
por deferencia, pese a que ignoren las razones de aquella muestra de beneplácito.
Insólita para ellos, sobre todo porque piensan que el encierro de Andreas ha sido,
como mínimo, una travesura muy desagradable.
Mientras pican palmas,
director de teatro y ayudante de dirección se confirman, con una mirada de
complicidad, cierta interpretación de aquel enigma. Darían, no obstante, más que
el alma para conseguir penetrar más allá, en el trasfondo...
Ernesto aparta a un lado la silla y la butaca, con el pie.
No deja de aplaudir. Se alegra de haber decidido acercarse al lugar. No quiere pensar
cómo hubiesen reaccionado los del hotel, habiéndose hallado solos ante aquella
situación. Además, Andreas ha corrido el riesgo real de quedarse colgado. En
ocasiones, este juego absorbe la mente hasta enloquecer. Una mano externa y con
experiencia, siempre va bien.
El director del hotel
y la camarera de piso no acaban de asimilar aquellos aplausos. Como quien no
quiere la cosa desaparecen, con la discreción habitual del personal de un hotel
cuando ya entiende solucionado cualquier incidente. Ya se sabe, la gente de teatro
está un poco tocada del ala. Al cabo de un rato, otro empleado traerá café con leche
y croissants para los tres, fruta y una pieza del chocolate preferido por el actor.
Obsequio de la dirección del hotel. Lo depositará sobre la mesita y se irá con
la misma discreción que el director del hotel y la camarera de piso. En
definitiva, cosa peor podía haber sido.
PERSONAJES (1ª. parte)
Personaje contra
un cristal empañado
Ensayo sobre autocensura
Hoy es el día más hermoso de nuestra vida, querido
Sancho; los obstáculos más grandes, nuestras propias indecisiones; nuestro
enemigo más fuerte, el miedo al poderoso y a nosotros mismos...
Miguel de Cervantes
[Cita falsa]
Comenzamos
bien. He elegido una cita apócrifa... Es igual, viene que ni pintiparada. Sobre
todo, si otorga la distinción de enemigo mes fuerte a “el miedo al poderoso y a nosotros mismos”.
Es una
madrugada de invierno. No, no es invierno: tengo la impresión. Viajo en un
autobús por el lateral de la Gran Vía de Barcelona, hacia plaza España. Llovizna.
Estoy sentado al lado de la ventana que se pasea por las fachadas. No las veo bien;
el vehículo se bambolea en exceso. Se insinúan al otro lado del cristal empañado,
tras un movimiento continuo, como de praxinoscopio; permiten que se sobreimprima
mi imagen empecinada en reflejarse sobre aquella superficie turbia y chorreante.
No puedo evitarme, a pesar de que busco otra identidad.
Tengo
pendiente de realizar la práctica del curso de escritura. El ejercicio que corresponde
consiste en jugar con diversas maneras de construir los personajes de una
narración y me doy cuenta de que el personaje a definir acaso esté delante, en
la imagen reflejada. Tendría que ser yo, pero el vaho que cubre el cristal y el
color meloso, tergiversación de la noche confusa que atropella un mosaico de
líneas y colores de la calle, impide el reconocimiento o, mejor dicho, facilita
que fantasee un personaje ignoto. Acerco la mano al cristal. Deslizo el dedo
dibujando el perfil de la figura. La mía, pero admitiendo que puede ser la del personaje
desconocido que busco. Concreto el objetivo, sus límites, el perímetro. Distraído,
absorto.
Pese
a los obstáculos visuales, parece que la apreciación transpire los fantasmas de
la noche.
Acabo de abonar dos euros por el billete. ¡Qué
barbaridad! Es decir, 332,772 pesetas. Antiguas pesetas creo que se ha de decir.
333, por redondear. ¡¡Pesetas!! Por un solo trayecto... Qué jugarreta nos propinaron
la noche del 31 de diciembre del 2.001. En breves instantes de aquella velada
triunfal, perdimos un cuarenta por ciento del poder adquisitivo. De los sueldos
y de los ahorros. De repente, con nocturnidad y sin posibilidad de resistencia.
Qué desazón, qué poca traza demostraron los gobernantes de aquel momento para
conducir la transición monetaria. El peor desastre económico que nos ha correspondido
vivir. No consigo quitármelo de la cabeza mientras vuelvo a pasar el dedo,
remarcando sobre el vidrio la silueta de mi personaje. Es muy difícil distinguir
con claridad la imagen pretendida; la mía, reflejada por el cristal se incrusta
en el círculo, y los objetos y luces que provienen del exterior se imponen a cualquier
invención, cualquier conjetura. No dejan espacio a la imaginación.
Un cuarenta
por ciento... Es nuestro tributo por ser considerados europeos. Por formar parte
de una organización política indefinible. Ni república ni monarquía... tampoco
acracia... quizás, burocracia... ¿lobbycracia? Un veinte por ciento aún hubiese
sido tolerable con tal de pertenecer a Europa, pero ¡¡¡un cuarenta!!!
Una
gestión deplorable la del tránsito monetario que, de manera inverosímil, ha obtenido
recompensa porque el ministro responsable, el de Hacienda, es el mismo que
ostenta la titularidad del ministerio en esta legislatura. ¡¡¡Doce años después!!!
El presidente del gobierno actual era el vicepresidente en aquella época; así
como el entonces consejero catalán de Economía ahora es secretario general de
la Presidencia y portavoz del Govern, mientras que el primer consejero durante
aquel episodio, ahora es, ni más ni menos, el Presidente de la Generalitat.
¡¡¡¡Los
han ascendido a todos!!!! mientras la persona que ahora gobierna nuestro erario
es la misma.
De
las líneas de arriba se desprende un goteo que invade el núcleo de la figura superpuesta
al cristal, deshaciendo la composición con la que pretendía explorar mi personaje,
la posibilidad de describirlo y de vincularlo a una trama creíble. Es una sucesión
continua de chorros que se bifurcan o que se reúnen, llenando o vaciando la
superficie a capricho. Intento arreglarlos, remendar espacios, contener desprendimientos,
pero la pifio cada vez más. La composición se convierte en un alud. La humedad se
canaliza y rezuma por todas partes desdibujando cualquier expectativa de
personificación.
No sé
cómo plantearlo. Cómo componer un modelo básico para definir el talante y emprender
una descripción admisible, esbozar un argumento cómodo para él y elaborar una
trama donde, sin incertidumbres, tome vida; una existencia interesante. Teniendo
en cuenta, además, que, en este relato, he decidido afrontar un tema crucial en
el ejercicio de escribir; abrupto también: la autocensura. En conjunto,
comportará, lo preveo, bastantes complicaciones. Lo aviso ya.
La tentativa
de completar sobre la capa húmeda de la ventana una propuesta plástica que me
sugiriese un personaje digno de ser descrito y que fuese merecedor de formar
parte, con verosimilitud, de una historia o, como mínimo, de un breve episodio,
se ha convertido en un fracaso inconcebible. La imagen es un churro y yo no tengo
las habilidades especulativas propias de los artistas abstractos. Yo veo lo que
veo y ¡ya está! Y, como que no se me antoja ver algo estructurado, que logre
reconocer con mínima nitidez, he de admitir que no lo he conseguido.
Sé
que todo lo que he expuesto sobre nuestro proceso monetario quizás resulte espeluznante,
incluso, ofensivo, pero estoy convencido de que es transcendental, necesario hablar
de ello porque, por culpa de la drástica caída del poder adquisitivo que produjo,
se nos esfumó la capacidad de consumo y pequeño financiamiento y, por tanto, es deducible que, sin esta pérdida
del cuarenta por ciento de poder adquisitivo, la crisis que estamos padeciendo
ahora no hubiese constituido un obstáculo tan insalvable. Nos dejaron inermes para
enfrentarnos a cualquier descalabro económico que se presentase. La gente que dirigió
el traspaso de moneda demostró mucha incompetencia.
Vuelvo
la cabeza y veo que la parte de atrás está vacía, que hay más lugares
disponibles. El autobús está repleto de ventanas empañadas y yo tengo ganas de
ir probando. El juego me llama la atención. Voy al asiento de atrás y comienzo
de nuevo. Con calma y mucho cuidado, intento eludir los desagües; recojo los excesos
de humedad, los regueros, y los seco con la mano libre. Tapono las desviaciones
como si suturase una herida. Configuro una imagen con sentido, con alma, mientras
la aíslo mentalmente de las emisiones de luces y figuras que penetran desde el exterior
y que desvirtúan la inventiva con su realidad torpe e incoherente. Ajusto trazos.
Con intensidad. La propuesta de personaje va tomando forma y vida, cuando me doy
cuenta de que el personaje es usted -sí, el lector- y me siento abatido por la indudable
dificultad de describirlo y de invitarle a participar, de forma plausible, en
la propuesta narrativa que estoy emprendiendo. Además, y aún no sé porqué, me
desprende cierta antipatía. Le soy sincero.
Encararme
de forma abierta y con tan pocos recursos y oportunidades para observarle es
demasiado comprometido e incierto. Lo dejo correr y me desplazo hacia otro asiento.
Todavía quedan tres o cuatro filas más para llegar al final. También cuento con
las ventanas del lado de babor. Ahora ya he aprendido algunas técnicas que me
facilitarán la faena. Ya no me cuesta tanto perfilar la imagen ni me resulta
difícil eludir los parásitos que, en forma de sombras, lucecitas y objetos
desfigurados por la superficie entelada, llenan el espacio. También he adquirido
la actitud adecuada. En breves momentos, estoy otra vez embelesado.
¡Maldita
sea!, he mojado el billete. ¡Qué digo billete! No hay billete: es un trocito de
papel. Un trocito de papel, ahora mojado, que me ha costado trescientas treinta
y tres pesetas del ala.
Se
preguntará por qué me resulta tan antipático. Me resulta antipático porque, en
un ochenta y ocho por ciento de posibilidades, usted no tiene memoria. Y esta
circunstancia me perjudica de manera directa. No tiene memoria en su bolsillo
y, repito, con una probabilidad del cero coma ochenta y ocho, usted es la
causa, a través de su voto a favor o en contra o incluso, abstención o papeleta
en blanco, de que estas personas ocupen el puesto de responsabilidad que ocupan
ahora, pese a la horrorosa gestión. Demostrada y funesta. Por otro lado, si
pertenece al honorable cero coma doce -es decir, a la casi improbabilidad-, no se
dé por aludido y piense que se ha convertido en acreedor de mi admiración más profunda
y más sincera. Preveo, sin embargo, más probable que pertenezca al ámbito de los
ochenta y ocho y que me considere tan desagradable como yo le considero a usted.
Por eso, intento eludir su descripción. Encima, como que mi imagen se superpone
continuamente, quizás la confunda e imagine aspectos de usted que, en realidad,
sean míos o al revés.
Hemos
llegado a la calle Villarroel. Se ha deshecho la figura. Se ha descompuesto en
ínfimos regatos incontrolables. Vuelvo a buscar el retrato idóneo. Influido por
la anécdota de la implantación del euro y con la pretensión de dificultar los desprendimientos,
dibujo un contorno cuadrado y aseguro una canalización sobre los márgenes
verticales. Me atrevo a trazar las cejas; después los ojos, estrechos y exiguos.
Una boca apretada, lineal y rígida. Una fisonomía enmarcada por los cuatro ángulos
rectos que forman el perímetro.
En
contra de mis pretensiones, no consigo evitar que la figura me conduzca hacia
el lector. Otra vez a usted. No es nada fácil obtener datos. Sus sentimientos,
la forma de pensar... ¿Cómo forjarme una idea? No me llegan informaciones. No
obstante, alguna revelación me llega: quizás sea una mujer. ¿Quién sabe? El hecho
de que haya leído este relato hasta
aquí, me indica un aspecto: Debe ser una persona curiosa, pertinaz, o bien un
lector empedernido.
Salto
a otro emplazamiento. Imagino dibujar el perfil del ministro y no lo consigo. Resulta
una caricatura incomprensible. Él ya es bastante incomprensible, así que, esbozado
en hileras con los dedos sobre la humedad, da lugar a una cara todavía más
ininteligible, más absurda. La deshago rayándola con una equis y me largo hacia
otro cristal.
Encima,
nos estafaron y ni el ochenta y ocho por ciento de usted, ni ningún miembro de
la oposición, ningún tertuliano –con la de horas y horas que malgastan- ninguna
organización institucional del Estado o de las autonomías y, todavía peor, ningún
burócrata de Bruselas, lo ha detectado o, en todo caso, ha dicho algo.
El 31
de diciembre con mil pesetas podía comprar veinte barras de pan. El uno de enero,
con los seis euros correspondientes, solo conseguiría comprar doce. ¿Lo recuerda,
lector? Se produjo un evidente y general encarecimiento de precios, mientra
que, impávido, el IPC, que es el instrumento oficial y matemático que lo tenía
que reflejar, nos vino a decir: ‘¡Chitón, todos a callar! No ha habido ninguna subida
de precios.’ Y el IPC, utensilio frío y matemático, nunca se debería equivocar.
Pero,
según la memoria de su bolsillo, según lo que usted vivió a partir de la
colisión peseta-euro, el índice debería de haber aflorado un aumento enorme. ¿Cómo
es que este mecanismo de control no reflejó el fenómeno? El gobierno dio una
tímida explicación sobre un oportuno cambio de fórmula, ‘de ahora en adelante’.
‘Homologación al método europeo’, justificaron. La oposición ni ningún miembro
de los organismos europeos, que tanto refunfuñan ante cualquier desviación de cálculo
o de aplicación, no lo pusieron de relieve ni, por supuesto, insinuaron el engaño.
Los
dirigentes de sindicatos y ONGs –acaso las organizaciones que representan a los
más perjudicados por este asunto-, no denunciaron nada, ni ningún tertuliano se
ha detenido a comentarlo. Las autoridades autonómicas tampoco. Ni usted. Al menos
el cero coma ochenta y ocho de usted. Quizás lo atribuyeran a un inoportuno agujero
en el bolsillo, por el que se escurrieron momento y memoria.
Esto
despide tufo a trampa, a fraude de Estado y conspiración y usted está implicado.
Se implica cada vez que vota o no vota.
¿Entiende
ahora por qué le tengo tanta tirria? No admito que una importante proporción de
usted haya contribuido a mantener en sus cargos a los máximos responsables del estropicio
económico. ¿No se acuerda de lo que pasó con su dinero aquella fatídica noche? ¿No
tiene memoria? Si no tiene memoria, es un personaje sin respeto por usted mismo.
Un pelele de la política...
He vuelto
a cambiar de asiento porque ni la cara cuadrada, con los ojos estrechos y exiguos
y boca pequeña, ni la tentativa de perfilar la caricatura del ministro, me han
ayudado a resolver el enigma del personaje a describir. En último término, se han
deshecho igualmente en innumerables regueros. La cuadratura de la silueta ha
servido, sin embargo, para retardar un poco el proceso. No obstante, el agua,
inexorable, ha desbordado los límites y ha desfigurado, implacable, el cuadrado
y la caricatura. En definitiva, una calamidad. No evoca ni refleja.
Mientras
inicio una nueva silueta en la siguiente ventana, descubro que la conductora
del autobús me observa por el retrovisor. Me da la sensación de que está
intrigada. Las maniobras de mis manos son ya muy precisas. Quizás no consiga
esbozar una semblanza admisible –aún no he determinado, ni tan siquiera, si es lector
o lectora- Posiblemente, no ha alcanzado el rango de personaje, a constituirse,
pero tengo el convencimiento de haber establecido una sutil comunicación con la
personalidad que convoca su presencia oculta. Por lo menos, le he expresado qué
pienso sobre su ochenta y ocho por ciento, pese a la dificultad de determinar y
describir, en una dimensión aceptable, la persona que ha incitado el personaje,
a partir de una imagen plasmada sobre cristal, distorsionada por una superficie
ahumada y por un reflejo de mi rostro sobre una procesión de fachadas de la
Gran Vía.
La
conductora, una señora de cabello rubio y brazos enérgicos, un tanto rollizos,
dominadora indiscutible del volante, no parece intrigada porque, a su espalda,
un viajero desconocido y asimismo estrafalario, haya llevado a cabo una actividad
tan frenética e incomprensible, con una compulsión que ha dejado garabateadas
todas las superficies lunares del vehículo. Solicito parada; cerca ya de La
Bordeta. Más probable es que esté atemorizada, pienso. Luce un chaleco con
bolsillos sobre una camisa de rayas. Es el uniforme.
Me
sitúo ante la puerta dispuesto a salir. Son dos batientes altos. Dos planos largos
que reflejan mi imagen enturbiada por los objetos luminosos y sombras que
traspasan desde la calle. He confundido el personaje. No me sustraigo a la tentación
y empiezo a dibujar. Estamos cerca del centro comercial. Da tiempo. Perfilo el
contorno: soy yo o, cuando menos, no es una persona ajena. No busco más. Había
confundido tres planos: el de quien escribe y el de quien lee con el de quien
pertenece a la historia. Los había mezclado de manera absurda bajo una proyección
de mis insidias sobre el lector-personaje. Veo el reflejo de mi rostro enmarcado
por una serie de líneas. Las insidias son mías. En definitiva, entre experiencia
e invenciones, yo soy el personaje que veo lucir sobre la humedad. Restriego
los dedos frenéticamente. Quien escribe, que no es el lector ni es con certeza
un personaje, es quien atesora el ochenta y ocho por ciento de aquello que tanto
detesta en los otros; tan indeseado. Para que quede claro: considerado un personaje,
soy tan miserable como cualquiera, en un ochenta y ocho por ciento.
Se abren las puertas y bajo; supongo que la mujer
que conduce respirará tranquila. Estrujo el papel mojado que intenta ser un billete,
antes de tirarlo a la papelera. Han subido unos cuantos pasajeros. La mujer
lanza la mirada al infinito rectilíneo, como si no hubiese pasado nada.
Tengo
la grata impresión de que, junto a las personas que ahora la acompañan, es una
digna representante de aquel doce por ciento que yo tanto admiro. Todos juntos
son los encargados de tirar para adelante todo esto, como lo ha hecho ella,
conduciendo un autobús en la madrugada o, si fuese necesario, un tractor al anochecer.
Lo que sea necesario y oportuno.
Nos estafaron
en el 2002. A
ella también. Y a los pasajeros. Antes de partir, suben unos cuantos más.
Desde
este instante, me serenaré como pueda. Desdibujaré sosegadamente todas las
impresiones que he ido proyectando sobre los contornos torpes y deshechos por
la precipitación incontrolable de los regueros, jugando entre censura y semilibertad,
mientras he intentado comunicarme con un desconocido lector. Una ingenuidad
entrañable para alguien o extraviada para otro.
¿Falta
algo? Queda recalar en muchas cuestiones y tendencias actuales. Como, por ejemplo,
la de agrupar por rasgos de identidad y reafirmar sentimientos. Legítima
pretensión. No obstante, entonces se crea una corriente popular que tiende a
instaurar una censura implícita, porque los sentimientos distintivos suelen ser
irreconciliables. Aumentan el nivel y la frecuencia de la reprobación pública de
otras formas de pensar, sentir y actuar y la tendencia a justificar los propios
excesos.
Hablo
de los nacionalismos; tanto de un signo como del otro. De aquellas personas y entidades
que los inspiran y los azuzan, de aquellas que los instrumentalizan, normalmente
para encubrir otros agujeros, como el que hemos señalado antes.
Sé
que haber apuntado esta percepción intensificará brevemente el ejercicio de autocensura.
Una chispa. No habrá agradado a unos, no habrá satisfecho a otros, que, en este
ejercicio que me he exigido, es el sistema más preciso para calibrar el acierto
de mi intervención.
La autocensura,
en ocasiones, se antoja infinita; los infinitos, sin embargo, son los temas a
tocar.
El vehículo
cierra las puertas y emprende la ruta Gran Vía allá, dirección l’Hospitalet,
proyectando su destino. Repleto de gente, arrastra consigo todas las ventanas garabateadas,
y una puerta y el miedo oculto de la conductora, inducido por la danza insólita
de un desconocido, de ventana en ventana, hasta la puerta final. Aún está oscuro.
Ya he concluido este relato-ensayo sobre un personaje incrustado en un vidrio
borroso y alrededor de la autocensura. Quien sea, pensará que me he excedido,
pero yo tengo la sensación de que me he mordido la lengua.
Al
final, el personaje no es usted, ni soy yo, ni mis proyecciones sobre una
superficie húmeda. Tampoco la conductora. Ni mucho menos el señor ministro y aláteres.
El protagonista han sido nada más unos dibujos repetidos; unos trazos que lo
buscaban. El personaje son los intentos de personaje. Planos y circunscritos.
Un personaje contra un cristal empañado.
PERSONAJES (2ª. parte)
Nota de un
improbable diario de bitácora
Sobre la petulancia
de escribir
Espero
desde hace rato en la pequeña estancia; desde el momento en que sé con certeza
el destino final de nuestra nave. Me he colado sin que nadie se apercibiese y aquí
me quedaré hasta el último instante, para observar lo que recoge y todo lo que
deja el capitán -un capitán determinado, quien lo era hasta ahora- en el
momento de abandonar el barco; es el quid de la cuestión y delata valor o cobardía,
atención o desinterés, la maestría y el aplomo. El desconcierto o la sangre fría.
Qué decide llevarse, qué condenar al olvido abisal, aunque esté indicado en el
protocolo de evacuación.
Me
hundiré con la embarcación, si fuese necesario, pero aquí oculto quiero vivir
los últimos instantes y ser testimonio de cómo abandona el camarote el capitán,
tras los miembros de la tripulación.
También
quiero comprobar hacia donde quedará orientada la proa, el casco reposando
sobre el entumecido arenal del fondo.
De repente, me apercibo que tengo entornados los ojos y que
he abandonado hace tiempo la lectura del relato que he escrito días atrás. Lo quería
repasar, pero la mente de improviso deriva hacia otros territorios e interrumpo
la lectura, durante un lapso de tiempo impreciso, de manera involuntaria, para volver
a ser consciente tras un letargo.
Normalmente, leo sentado en la cama. Estoy un poco alarmado,
porque he constatado que sólo me duermo cuando repaso algún escrito mío. Retomo
el hilo.
La ciudad
La hija
recordaba cuanto había quedado en la ciudad. Las amigas y más. Muchas personas
y muchos asuntos importantes, algunos en su momento álgido, a punto de estallar,
o de encontrar una solución o de abrir perspectivas imprevisibles, sorprendentes.
Y ahora, de manera casual, ha de cambiar de rumbo su vida.
‘¿Qué
será de Toni?’, pensaba Laura. ¿Habré perdido la senda que había trazado?’ Cavilaba
convencida de que estaba dispuesto a decidirse; lo sabía de buena tinta. Sus
amigas habían indagado y le habían puesto el caramelo en la boca, ‘cuando a mi
padre no se le ocurre otra idea que la de trasladarnos a un pueblo. Arrastrar la
existencia a este pueblo perdido’.
Para
ella, es una catástrofe. Lejos de Barcelona, en cualquier parte y donde, por
una inopinada razón, por más ínfima e inesperada, se puede producir el naufragio
indeseable... 20 de junio de
1813. 20 de junio... Se ha hundido el barco delante del estuario del Ebro. Se ha
inundado el camarote. Aunque lo preveía, me sorprendo al verme fluctuando,
inerme, en el agua que ha invadido la estancia. No me quejo: ¿no daba la vida por
verificar qué se lleva y qué se deja el capitán? Me agito; recupero utensilios.
Los apilo con orden. Me restan pocos segundos. Quiero salir y no puedo. Los miembros
me pesan como sepulturas de ricos. No me puedo mover y, por extraño que se
considere, tampoco lo pretendo. Parezco resignado con mi destino. Otros destinos
me acompañan en este bajel de muerte. Al general le formarán consejo de guerra;
con la particularidad de que no por las almas perdidas, sino por el material de
guerra que abandonó en manos del enemigo durante la huida. Antes de morirme
intento especificar qué es lo que en realidad importa frente a la emergencia y qué,
pese a pronunciamientos ostentosos y reiterados, solo quedará como residuo
arqueológico, dado que el cerebro responsable lo dictaminará así en el último instante,
en medio de la excitación del contratiempo. Es importante saberlo para no irme
de este mundo sin un conocimiento esencial. ¿No es por eso por lo que me he
jugado la vida permaneciendo aquí? ¿Y la he perdido de manera tan miserable?...
Acaso
me espere morir por nada.
El crepúsculo se había enseñoreado otra vez de mi
imaginación. Ya me he vuelto a quedar dormido. No puedo sobrepasar página y media.
Entonces, me doblega una sensación de somnolencia irresistible. Se me tuerce el
pensamiento y penetro, sin querer, en un ámbito de percepciones imprevisto,
diferente. Pura catalepsia.
Cuando leo otro autor no me abate este fenómeno. Resisto
sin adormecerme. Es posible que el conocimiento previo de la historia comporte
la pérdida de interés o que la memoria me lleve hacia otros ramales; los que quizás
desestimé en el momento de escribirla. En cualquier caso, es un fenómeno extraño;
tanto como inevitable. ¿Por qué me he de rendir sólo cuando leo un escrito mío?
Al cabo de poco rato de emprender el acto de leer. No deja de ser un mal augurio.
Me desvelo y reemprendo la lectura con energía.
La ciudad, el pueblo
Lorenzo,
el hijo, ordena su espacio. Los carteles en la pared, los libros en las estanterías,
los zapatos bajo la cama, la bolsa sobre el armario, la chupa dentro... No lo
ordena todo, por gandulería o porque no siempre todo ha de estar arreglado; por
estética juvenil.
No mantiene
demasiados lazos en la ciudad. En todo caso, amistades que ya le conducían hacia
fuera, puesto que es socio de un grupo excursionista. Por cierto, ya conocía
este pueblo, ya había estado. De paso, claro, de camino a la montaña. Ya se ha
calzado las botas con idea de explorar un poco los contornos antes de cenar.
Para
él, el traslado no resulta un inconveniente, a pesar de que se siente fuera de
juego. No ha intervenido en ninguna de las discusiones previas. No entendía la
necesidad de emprenderlo, pero tampoco los motivos de la oposición que ofrecieron
su madre y Laura. Nadie le ha pedido su parecer sobre la decisión adoptada ni él
ha intentado darlo, no obstante, tampoco percibe la gravedad que manifiesta la
madre ni la aversión que siente Laura. No ve muchas ventajas, pero tampoco
considera que sea un naufragio, como dice su hermana. En definitiva, su
cuerpo exhausto reposa sobre la arena húmeda y compacta. Todavía araña la arena
con un gesto involuntario, continuación de su esfuerzo por mantenerse sobre el agua.
Hacía unos instantes, su nave deshecha por el temporal, náufrago solitario
sobre las olas, luchaba por vencer las amenazas del mar y ahora no es consciente
de que se ha salvado por fin. No es consciente de que solo él ha concluido la aventura,
dejando, esparcidos por el camino, amigos y desesperanza, mientras que ha caído
en buenas manos. Las de una mujer –una princesa- que le cuidará, se enamorará
–como todas las mujeres con las que se ha topado en el camino-, le acompañará
en el reencuentro de la memoria –porque ¿qué es un hombre sin su memoria?- y, para
acabarlo de componer, con una generosidad inexplicable y que la diferenciará de
algunas de las mujeres y diosas del largo itinerario, dispondrá que sus sirvientes
le conduzcan, y que, antes de retirarse con discreción, le dejen con regalos, en
Ítaca, la patria del obstinado héroe.
Ya he entornado otra vez los ojos. ¿Qué hace Ulises en medio de mi sueño?
Ja he pillado un posible motivo de estas derivaciones
mentales: Se me va la olla cada vez que menciono ‘naufragio’, una palabra que
aparece a menudo en el texto. A partir de haberla pronunciado, se me produce
esta somnolencia que me supera y me enclaustra en abstracciones ajenas. Recorridos
por episodios que quizás alguna vez haya obviado.
‘Naufragio’ es, entonces, la culpable. Habré de evitarla
como pueda. Suprimirla en el escrito.
La ciudad, el pueblo,
el espacio, naturaleza, paisaje
La
brisa de la mañana castiga benévolamente el rostro. Fermín, el padre, se ha reencontrado
con su ambiente. Bajo una montaña, espacio abierto y la vista perdida en un
horizonte inacabable. Se siente recobrado. No cuesta entender. No es ningún
secreto, las montañas, en lugar de comprimir el paisaje, expanden la vista como
si inclinasen el plano, empinándolo, ensanchando la línea del horizonte y mostrando
el detalle de todo lo que contiene.
Por
ahora, no puede salir mucho de casa; todavía se están instalando como quien dice.
Se conforma lanzando la vista desde la valla o detrás de una ventana. Ya se brindará
la oportunidad. No es excursionista como su hijo, pero es un hombre de paseos
largos; de perderse por el bosque y los atajos. De perderse de verdad, pero no
ahora. Todo llegará. De momento, ha conseguido el objetivo principal: anidar en
el corazón de un paisaje y, sin entreactos, sentirse proyectado hacia otro.
También
salir de la ciudad y sus desazones y respirar aire puro y serenidad. Reconstruir
pieza a pieza, y desde la pieza más pequeña e inferior, su relato personal
–rerelatarse-, aunque para ello haya de asumir algunos costos; por otra parte,
previsibles. Sabe que no todos los miembros de su familia están de acuerdo con la
nueva residencia –es consciente de que hay caras largas; en algún caso, muy largas-
pero tiene la firme pretensión de ofrecerles motivos que les ayuden a apreciar
las ventajas de la vida que les pone por delante y a cambiar de opinión. Tiempo
al tiempo. Ulises, paradigma de protagonistas épicos, lo considera normal; hasta ahora
se ha salido con la suya para avanzar ante todas las dificultades, incluidas las
que le oponían algunas mujeres enamoradas. No le parece extraño que Nausica se enamore
de él y que, encima, se sacrifique de manera tan antinatural. Él sigue considerándolo
correcto. Que se merece esta privación. Ni más ni menos. ¿Qué fantaseas, Ulises?
¿No ves que sin Nausica no hubieses arribado a las playas de Ítaca? Que, sin
ella, no hubieses recuperado la salud y la memoria; sobre todo, la memoria. ¿No
crees que, así visto, la Odisea no se tendría que llamar la Odisea? No te
parece que, en justicia y por lógica, se tendría que titular La Nausiquea, porque,
sin ella, sin la princesa de los feacios, no hubieses llegado nunca a buen puerto
y desde el olvido en que te hallabas sometido, ¿cómo nos hubiésemos enterado
los demás de tu periplo mediterráneo, tus gestas y contratiempos?
No he proferido la palabra ‘naufragio’ y me he embobado
igualmente y me he sumergido de nuevo en otras historias, otros naufragios. ¿Qué
me pasa? ¿Qué tiene que ver Ulises con mi relato sobre una insignificante mudanza?
Entregarse al ensueño mientras lees tus propios escritos,
produce una sensación muy desagradable. Hasta ahora y para conformarme, solo he argüido
subterfugios, como el de los ramales abandonados durante el acto de escribir;
incluso he aportado alguna pista falsa: la de la intervención de la palabra
‘naufragio’. El cansancio podría ser una razón con cierta consistencia, así como
la edad, pero ¿por qué solo con mis escritos? ¿Qué tedio me asalta frente a mis propios
relatos?
Mejor será reconocer, sin contemplaciones, que me aburro yo
mismo.
La ciudad, el pueblo,
el espacio, naturaleza, paisaje, los vecinos
Gema,
la madre, en este asunto del traslado hacia a entornos más bucólicos, también
está de culo, pero no tanto como lo está su hija. No ha digerido aún la chifladura
de su marido por dejarlo todo para irse a vivir a un pueblo. Como siempre, ha
acabado engatusada por los argumentos y la insistencia, la terrible insistencia...
y, en el momento de la verdad, ha sido ella quien se ha tenido que preocupar por
los asuntos más sencillos, en apariencia, pero de vital importancia para llevar
a cabo una adaptación al nuevo medio que no supusiese impedimentos, conflictos...
Dedicarse a la acomodación, situación escolar de los hijos... Fermín trabaja y no
puede encargarse. De mirar las estrellas, sí; de respirar profundamente el aire
puro, también, pero no de enfrentarse al amo de los dos perros San Bernardo que
deambulan desatados por todas partes y que dejan recuerdos a la puerta de casa
y a la puerta de todo el mundo. Porque una deposición de un San Bernardo no es una
deposición: es una señora mierda, con todos sus atributos.
Peor aún
son las batallas adyacentes con el amo de los perros, su mujer, la hija, el yerno
y el guardia municipal que, aún ahora, no se ha atrevido a aclararle al señor e
imponerle las normas cívicas. Los San Bernardo se huelen la incidencia -o el amo
ha tomado buena nota-, porque han modificado a medias el comportamiento. Nada
más patrullan por la tarde. No obstante, el tamaño y cantidad de las deposiciones
son las mismas. Supongo que el alcalde no se ha enterado, aunque, por los gritos
de unos y de otros, bien lo podía haber hecho. Gema no se hubiese imaginado nunca
metida en una pelea de estas características. Hasta qué punto aparece la vehemencia...
Enrique
Vila-Matas y Herman Melville discuten con firmeza sobre un personaje, Bartleby.
Encarnizados. Muy agriamente. Los dos están de acuerdo. Una habitación oscura llena
de luz marítima y de agua. Mao Zedong y Zhou Enlai son coetáneos y siempre se
daban la razón. En público. Estos no. Se explican en público y en privado. Uno
explica eficazmente el otro en la habitación turbia, antigua, casi biográfica
de otra época. Melville se deja explicar a bordo del Pequod, pero hablan de
Bartleby no de Moby Dick. Melville ha impuesto la condición. Nos ahogaremos todos.
Nos amenaza un cachalote blanco. No nos daremos cuenta del implacable desplome
del ballenero a los abismos. Habremos perdido la noción de la superficie. No nos
preocupa. Siguen discutiendo.
Saben,
no obstante, que tarde o temprano el Pequod se hundirá envestido por el Leviatán
inexorable. Compruebo cómo aumenta el nivel del agua y cómo se filtra por los rincones.
Inexorable, también.
¿Por
qué he de escribir lo que sueño? ¿Qué me lleva a plasmarlo sobre un papel, suspendido
en el agua y aferrado a una argolla en la pared del camarote de un viejo capitán
ausente?
Siempre
que escribas, leas o, simplemente, sueñes, acaso aparezca flotando, en lugar y
momento, un trozo de madera para agarrarse y permitir que te libres de la muerte
que, cadencia impuesta, te tendría que haber producido el naufragio.
Un
trozo de madera. El irreprochable ataúd de Queequeg.
PERSONAJES (3ª. parte)
Grabado en la
palma
El juego de la verdad
inexacta
"Si la Terre a plus de mémoire que les hommes, la
civilisation est condamnée"
Bertrand Tavernier.
Todo comenzó sin
más ni más... Al menos, nadie lo había previsto. Es cierto que al abuelo le
apetecía expresarse en público, soltar alguna charla, pero de esto hacía mucho tiempo;
cuando sus hijos eren niños y él desprendía audacia por todas partes. Ahora los
hijos son mayores y le han rodeado de una chiquillería muy menuda que no está para
sermones. Solo un par de nietos son adolescentes.
Tenían que haberlo
intuido: cumplir setenta años exigía una especial atención. Un número redondo y
considerable. Era de presentir que el yayo quisiese decir algo antes o a
continuación de soplar las velas y que los asistentes hubiesen de prestar
atención o que lo simulasen. Un siete y un cero rojos y satisfechos en el centro
del pastel. La sonrisita del hombre les viene a expresar que está decidido a tomar
la palabra, pese a saber que algunos no se lo olían y que otros lo temerían.
-
Para decir nada o no decir nada –que no es lo mismo, aunque
lo parezca-, más vale estar callado. Así como casi no decir nada o decir casi
nada. Esta es mi forma de pensar. No obstante, en algunos de estos casos, si se
consigue provocar alguna dosis de reflexión entre el auditorio, la situación cambia:
quizás haya sido beneficioso no mantener la boca cerrada. Esta es también mi
forma de pensar.
No recuerda demasiado
el propósito que le ha impulsado a levantarse y hablar, pero está decidido a
explicarse con esmero y paciencia.
-
Sé que algunos de vosotros estáis preocupados por los
indicios que, por lógica temporal, aparecen en mi cuerpo, mi cabeza y mi
comportamiento. De una manera o de otra, los rechazáis, como yo rechazaba los del
tiet al hacerse mayor. Tan mayor. De hecho,
a algunos de vosotros, muchas de mis actitudes, os lo recuerdan. Sé que, entre otros
detalles, no os gusta el movimiento compulsivo que he heredado. La palma hacia abajo,
picando los dedos sobre la mesa. Es inconsciente; en él también lo era. Una
forma estereotipada de manifestar inquietud, disgusto, a la espera... una
estrategia para concederse tiempo o dejarlo correr. La mano del tiet un tanto deformada por la artrosis.
Bastante.
La voz se le
quiebra un poco bajo la presión de querer disimular las emociones más íntimas.
-
Así como yo represento la postguerra, él encarnaba la
guerra. Tantos acontecimientos, tantas historias... mientras picaba con los dedos.
Cuando el moro, en el campo de concentración en la Alcarria, le cedió su comida
a cambio de que le lavase la escudilla. Su viaje de vuelta a casa, en tren, invadido
por los piojos, con una manta que su madre quemó, llena de piojos también. El
billete de metro que le compró su compañero. Nunca supo nada más de aquel hombre...
Me lo explicaba
una vez, como tantas otras, esperando en la mesa del restaurante chino del Port
Olímpic, ‘El Pato Pekín’. Una bandeja de cacahuetes para pasar el rato. Guerra
contra postguerra, uno a uno, los vamos engullendo. Uno de ellos, de los cacahuetes,
ha caído sobre el mantel. Queda solo y, en cualquier caso, único sobre el blanco.
Los otros se han acabado. Maldito recuerdo de postguerra, el hambre, la penuria...
los ojos se me escapan hacia el diantre de cacahuete, pero me siento retenido; vacilaciones.
La mano del tiet tiende a relajarse y
comienza el tamborileo involuntario, o aparentemente involuntario. Tiembla e indecide;
como siempre, golpea la mesa. ¿Indecidir qué? Mira hacia otro lado mientras
pica y charla. El moro, el amigo, su madre, los piojos... El billete de metro.
El cacahuete involuntario me provoca una sensación enojosa.
De repente, como si
fuese la lengua de un camaleón, la mano con la que picaba sobre el mantel, se lanza
sobre el cacahuete y, sin demasiados miramientos, se lo lleva a la boca. Me he
quedado inerme. La guerra ha ganado a la postguerra, sin paliativos. De forma
incontestable, mientras aquella mano sigue picando la mesa, como si nada.
Y la mano que
ahora seguía picando sobre la mesa era la de él, la del abuelo. No la del tiet, a pesar de que con una pizca de imaginación
podría aparentar ser la misma. Movimiento inconsciente, dubitativo. Sin que
nadie se aperciba, ni él tampoco, los golpecitos irreflexivos adquieren una cadencia
expresiva.
Por su mente vuela
el compás:
Un, dos, tres...
Un, dos, tres...
Un, dos, tres,
cuatro, cinco, seis...
Siete, ocho,
nueve, diez.
Y un y dos…
Un, dos, tres...
Un, dos, tres...
El ritmo mental se
impone en el movimiento de los dedos, destilando una atmósfera íntima. Uno de los
hijos se siente aludido. Pica palmas. Se le agrega la nuera. Se crea un acompañamiento
de fondo a las palabras. El otro hijo, la hija, la mujer... Palmas sordas para
no tapar la voz. El hombre no se detiene. Se siente a gusto sobre aquel decorado
acústico.
-
Sé además que tenéis curiosidad. ¿O no la tenéis? –vacila
un poco por esta duda y un poco abrumado por el sonido del insólito acompañamiento.
Se sobrepone.- Soy yo, en cualquier caso, quien percibe la necesidad de explicar
cómo me siento y qué siento en este instante, cuando acabo de cumplir los
setenta. A las puertas de la decrepitud, las ausencias mentales, la incoherencia
y la proximidad del final. ¿Os espanta el descontrol de mis manos? ¿El golpe de
dedos compulsivo sobre la mesa? ¿Os provoca lástima que haya adquirido la misma
manía? Cada vez más; cada vez más inconsciente, automática, inevitable... No queréis que me parezca al tiet. Os resistís.
Pues pensad que me
complace parecerme a él y que siento orgullo; ninguna vergüenza. Soy un producto
de la postguerra y él, de la guerra. Es, grosso modo, la diferencia entre los
dos; nada más, aparte de que él ya no nos puede acompañar. De hecho, cuando os hablo
yo, os hablamos los dos a un tiempo.
¿Qué siento ahora?
¿Qué sentimos en vida? Lo intentaremos explicar a partir de una pequeña historia
que recordamos de una publicación de nuestra época, ‘Hazañas bélicas’.
El toque de palmas
se reanima. Da a entender que entra por alegrías. El abuelo no deja de picar con
los dedos. Intenta acoplarse al ritmo impuesto, consciente de que la historia
que quiere contar no es verídica, ni se acuerda demasiado. Además, él ha visto
‘La vie et rien de autre’ que la desdice. Tampoco la quiere rememorar con
exactitud; nada más la utilizará para dar a entender... ¿qué?
-
Estamos en los inicios de la guerra del catorce. No
Maurice ni Marcel, ni tan siquiera Jacques o Georges; Gastón, un campesino
francés es llamado a filas. Un muchacho en la plenitud campestre; personaje
jocundo, entusiasta como pocos debe haber.
Las palmas se intensifican.
Ocultan la voz. Los acompañantes reciben una mirada de reprobación y bajan el volumen,
pero no el ritmo.
-
Han transcurrido ya los días de precipitada instrucción y
a punto está de ser enviado al frente; vive una jornada de esparcimiento en un
pueblo cercano al campamento donde hay una feria instalada siempre que haya
guerra. En tiempos de paz, nadie daría un duro por este lugar; pero, ahora, la
guerra es una oportunidad que aparece constante, inacabable. Gastón ha montado
en todas les atracciones con el ánimo constante e inacabable también y ha dejado
para el último momento la caseta más enigmática; la única quizás con cierto
misterio: la de la buenaventura.
Y un y dos…
Un, dos, tres...
Un, dos, tres...
El ritmo se complica.
Una colombiana, difícil de acompasar con los dedos y al propio tiempo explicarse.
Hace lo que puede. Los improvisados palmeros también hacen lo que pueden para
acompañarlo.
-
Gastón entra a la caseta disfrazada de tienda, donde le espera
una gitana de las de pañuelo atado en la cabeza y pendiente en forma de aro. Acaso
no es gitana; lo simula, pero consigue producir la impresión.
Gastón ha entrado
con sus amigos, arrastrando la euforia de la diversión en grupo. Los otros captan
la perturbación del tugurio a oscuras y se retraen; él no: sigue a caballo del entusiasmo
que ya no le abandonará en su vida. Se queda y pide que le extraiga los secretos
de la mano.
La gitana lo mira
con condescendencia y frialdad. Le coge de la mano, antes de indicarle la silla;
como si Gastón fuese una presa y no la quisiese dejar ir, la estira dibujando
el recorrido hasta que el soldado se encuentra sentado ante ella.
Qué poco recuerda
los detalles de la historia y cómo se los está inventando el abuelo-tiet. El nombre también se lo ha inventado,
¿o no? Corresponde a aquel almacén de datos reales tan intrincados y escondidos
en el cerebro, casi olvidados.
-
Gastón abandona el jolgorio y nota, sorprendido, un
estremecimiento entremetido en la indiferencia de la gitana. La mujer desvía
los ojos, cubre con la mano libre la palma leída, acariciándola con suavidad. Permanece
pensativa. Estrecha la mano con una ternura insólita para aquel recluta.
Respira hondo. Por fin, se decide: ‘Serás un hombre muy admirado. Ante ti se
arrodillarán los más altos dignatarios de la Tierra.’
El soldado no sabe
qué decir. Los compañeros rompen a reír. Saben que Gastón es un campesino sin
posibles transcendencias. Pero él, de manera inesperada, se lo ha toma en serio.
Ocho, siete, seis…
Ocho, siete,
seis…
Las palmas repican
a contratiempo. Un contratiempo exultante, rápido.
-
Entran en combate y, para sorpresa de todos, exhibe una
extraordinaria valentía. Demuestra no tener miedo. Se enfila hacia el enemigo
entre trincheras y espinosas alambradas y silbidos de balas y metralla. Asalta
objetivos. Se encarga de las misiones más difíciles, sin reparos; no se esconde
nunca y comienza a tejer una leyenda entre compañeros y oficiales. Alguien piensa
que está protegido por algún dios. Él tan solo tiene presente las palabras de
la gitana. Cada vez, las acciones emprendidas son más difíciles y arriesgadas.
Cinco, cuatro,
tres.
Intensamente.
En realidad, el
abuelo no recuerda con claridad el episodio de ‘Hazañas bélicas’. Improvisa y,
en alguna ocasión, no sabe con exactitud por donde salir. Pide, con un gesto, moderar
el ritmo, pero las palmas le desatienden. Al contrario, ahora comienzan a
exaltarse. Redoblan el contratiempo. Se resigna y vuelve al relato.
-
Hemos llegado a la página donde casi todo se ve en negro.
Cielo negro, brechas negras, humo negro. En la viñeta del final se ve una bala
suspendida en el aire; penetra las tinieblas y toma un camino predeterminado.
La viñeta demora el tiempo. Dilata la acción.
Ha de elevar la voz
para que se le oiga, y vocalizar mejor, pese a que, aunque todavía no lo note,
han amortiguado el volumen del repique de palmas.
-
Una bala suspendida en el aire. Pasamos la página –el abuelo simula con las manos que pasa páginas
y que señala viñetas de una publicación inexistente.
Más intenso.
-
La bala, en viñetas sucesivas... Frente a su destino. Llega al objetivo, una
guerrera. Se produce el impacto. Penetra. Cae el soldado. Es él.
Con violencia
contenida, las palmas callan reprimidas por un brusco encaje de tiempo. Todas a
un tiempo.
-
Ha oscurecido. El cuerpo permanece en tierra de nadie. En
medio de la nada de la suciedad y la devastación; gloriosas. El tiempo pasa
entre el barro y el olvido se lo traga.
Les palmas reemprenden
su camino, con lentitud, casi en silencio, hasta que en un postrer jadeo se apagan
definitivamente.
Ocho, siete,
seis…
Cinco, cuatro,
tres.
Con un golpe seco,
se ha cerrado la percusión. Ya no hay cadencia. Las palabras flotan en el entorno
de un silencio. El encaje sobre el punto álgido del relato ha sido más rotundo
que antes.
-
Hemos vuelto a pasar página y, al otro lado, alguien remueve
la tierra. Una viñeta dibuja aire puro. Ahora no hay batallas. Recogen los restos
mortales. Resale el cuerpo olvidado en la tierra húmeda; ahora reseca y compacta.
Se lo llevan y, con reverencia, lo depositan en una urna.
¡Cómo le traiciona
la memoria, de cara a cuanto le interesa explicar! El tiet no le ayuda mucho.
-
Más adelante, las viñetas se comportan como una película
entrecortada. En este horizonte constreñido aparecen pantalones, botas, sotanas,
faldas... cubriendo rodillas de todo tipo. Personas importantes que se
arrodillan delante de una tumba. La del soldado desconocido. La de Gastón
desconocido. La profecía gitana se ha cumplido.
El abuelo se ha
dado cuenta de que, aparte de inexacta, ha elegido una historia demasiado triste
para una celebración que habría de ser alegre, y zanja el relato; no obstante, quiere
justificar este circunloquio.
-
Gastón era joven, entusiasta, con un comportamiento heroico,
se avenía a la guerra, murió pronto y por servir a su causa, creía en una
profecía que le predestinaba y, además, estaba convencido de cuanto hacía. El tiet y yo no somos jóvenes ni entusiastas,
ni mucho menos, heroicos, ni estamos relacionados con ninguna profecía. Más
bien somos pacifistas y, encima, no estamos demasiado convencidos de nada. ¡De nada!
¿En qué nos parecemos,
pues?
Observa la estupefacción
de grandes y pequeños. Todos confusos. Más aún los pequeños. Qué rollo, deben
pensar...
-
Como él y como el tiet,
acabaré mis días sin conocer, con una exactitud aceptable, mi destino, sea cual
sea, mientras que mantendré completamente intacta la ilusión de cumplirlo.
Agacha la cabeza desparramando
sus dudas.
-
Casi intacta.
Ahora, le bulle en
la cabeza “Y un y dos…”
Se ha producido
un silencio previsible. Estalla un tímido aplauso. El hijo mayor lo reconduce. Inicia
las palmas.
Un, dos, tres...
Un, dos, tres...
Los demás le siguen.
Y un y dos…
y un y dos…
Sin más ni más, como
comenzó todo esto, el abuelo la emprende a bailar de forma grotesca. Se arma la
gresca, carcajadas y voces. Ha perdido la actitud idónea; la dignidad que le quedaba.
¡Ya se la encontrarán entre todos!
ocho, siete,
seis...
cinco, cuatro y
tres...
TÍTULO – TEMA
La mirada turbia de Jefe Fernández
Indicios de estereotipo
Andrés Fernández
era el comisario de la Brigada Político-Social en Barcelona. Famoso entre los colegas
por las cuatro fases que se había inventado con vistas a conducir con mayor
eficacia los interrogatorios en la, también famosa, Jefatura Provincial de
Policía de la Vía Layetana. No hay, sin embargo, ningún secreto en su innovación
metódica: cada nueva fase, antes de la última, consistía en esperar la que había
de venir a continuación; más bien dicho, en cómo esperar, cómo fabricar la espera
mientras se empleaban a fondo en cada detalle de la tortura. Teatro truculento;
un poco previsible, pero pavoroso. Absurdo y terrorífico.
Los miembros de
la Brigada Político-Social actuaban con todos los recursos a su alcance para
conseguir confesiones, pruebas, indicios de los enemigos políticos del régimen.
Fieles, infinitamente fieles, al régimen. Al menos, en apariencia. Cuanto más fiel,
menos escrúpulos; menos preguntas; menos autopreguntas y convicciones ajenas para
dedicarse con el máximo fervor a su cometido. A los interrogados solo los quedaba
masticar el tiempo que los quedaba, tanto para el inicio como para concluir el
padecimiento, y desear que no se repitiese el ciclo. Si pudiesen pasar desapercibidos...
La orden de ejecución
de las fases era un tanto al azar, tampoco importaba demasiado; al menos, al
parecer de los sicarios que intervenían, porque a veces se mostraban indecisos,
esperando instrucciones concretas. Mediocres, inoperantes, serviles,
malintencionados, que le clavarían un puñal por la espalda si perdiese un poco el
norte, no disponían de las necesarias entendederas para sopesar el valor del interfecto
que tenían entre manos.
En ocasiones, debían
intuirlo y entonces se producía en ellos una conducta incomprensible para quien
no conozca esta jungla: redoblaban rabia y encarnizamiento contra cualquier
consideración que mereciese la persona. No se mostraban muy predispuestos en
aquel ámbito de la improvisación que parecía dominar Fernández, porque el método
no era nada; mejor dicho, era la nada dentro de la crueldad, aunque él estaba
orgulloso de su invención. Pretendida. No obstante, la resolución que siempre
manifestaba, la indiferencia y los excesos durante las intervenciones personales
constituían la verdadera substancia de sus virtudes policíacas y habían originado
que, dentro de aquellas dependencias, se le llegase a conocer por Jefe
Fernández. Como un ser implacable.
Observaba la escena
con una tranquilidad tensa. No es que le importase mucho dejar pistas, pero no se
había de derramar ni una pizca de sangre. Él y los ayudantes, se vanagloriaban
de la pericia para conseguirlo, pese a que en ocasiones no pudiesen evitar
alguna señal. Gritos y gemidos, sí, los que quieras; como curiosa consecuencia,
proporcionaban a Jefe Fernández una sensación de calma inconmensurable. Derrumbamiento
físico y moral, cuanto más, mejor.
No se ha de dejar
engañar: son enemigos considerables, aunque, ahora y allí, sean una piltrafa.
Un rincón oscuro;
de cuando en cuando, aspira con fuerza y el fuego del cigarrillo le ilumina el
rostro de fotografía antigua, color sepia, convirtiendo en más obscura y siniestra
la oscuridad que le envuelve y señalando con premeditación su presencia; es una
estratagema muy estudiada. Fernández, se gusta en el anonimato, en la
imprecisión, en el boceto de la escenografía. No interviene ni intervendrá hasta
que considere consumada la fase. ¿Fase? ¿En qué fase están ahora? Da lo mismo...
se gusta tanto cuando interpreta este papel...
Las sombras favorecen
su pretensión y la tenue claridad rojiza, más aún. El torturado, sin ropa, sin
zapatos, era consciente: pese a aquella aparente estratagema de ocultación, él,
el monstruo, le acechaba, estaba, permanecía allí, sumergido en las tinieblas; tenía
que sentir su presencia; presentirla, en unos casos ignorando a quien pertenecía
el espectro y, en otros más fogueados en estas peripecias alrededor de la Vía
Layetana, reconociéndolo, odiándolo o achantándose sin remedio porque ya sabían
de sus procedimientos y brutalidad; sí, en la penumbra, Fernández sonríe: esta
es su música, la que cree escuchar en el entresueño cuando observa, mientras alguien
recordará de manera precipitada los procedimientos para afrontar el contratiempo
con alguna posibilidad de sobrevivir o de soportar mejor las acometidas.
Contempla las vacilaciones de los subordinados y se enfada; él acostumbra a tener
más precisión; más sangre fría. No obstante, realizar bien esta tarea no es un
asunto de coser y cantar. La burla cuando ha de estar presente; el escarnio
cuando son conscientes o dejarlo claro en el momento de recobrar la conciencia.
Un ultraje continuo mientras se inflingen las agresiones físicas.
La estratagema de
jefe Fernández era esta: sentirse entrevisto, semidescubierto, casiesperado, pero,
sobre todo, temido... Odiado, ¿por qué no? De otra forma, ¿cómo se podría
justificar aquella furia contenida de sus crueldades metódicas? Un ligero apoyo
en la pared de atrás, que a lapsos evita, es la única licencia que se permite. Tan
solo un instante desvía la mirada hacia el ángulo contrario; observa el reloj
que ha dejado a caballo de las gafas oscuras; sobre la mesa. Aspira el cigarrillo
y el rictus reaparece anaranjado sobre las tinieblas. Aterrador; imagen
difuminada. Incandescente sobre la frialdad.
Algunos de los
más experimentados temen su aparición; saben que no sale porque sí de la oscuridad.
Que, cuando lo hace, es para dejar su vestigio en el cuerpo y la memoria.
Prefieren soltar antes algún dato irrelevante, como si proporcionasen una
información real y significativa; pero es inútil, Fernández no suele picar: actúa
cuando ha de hacerlo y con tota la saña; profesionalidad, según su forma de entender
estos asuntos.
Vuelve a aspirar del
cigarrillo, más fuerte todavía; el resplandor dispersa las fumarolas. Se le
escapa la tos. Inoportuna. No la quería ahora. Carraspea y estrecha el silencio.
No es como sus ayudantes. Mediocres; serviles de media tinta. No se permite la
fragilidad de la tos, a no ser que sea ficticia la fragilidad y voluntaria la
tos; en el momento oportuno y que provoque miedo. Pesadillas. No hay ninguna
concesión para él; si no la hay para Artigues, poeta según el primer informe
(¡No te jode!), tampoco la puede haber para el verdugo...
-
Un inexperto...
-
¿Cómo?
-
Me da la impresión de que usted es un escritor de tres al
cuarto, de los que escriben a ordenador. Desde hace rato, estoy soportando mi
descripción y, la verdad, no me siento nada reflejado.... Una cosa es la crueldad
y otra, el teatro, creerse el cuento de la lechera. ¿Qué piensa conseguir con
esta escenografía? ¿Por qué la ha decidido? Un par de páginas enteras para
inventarse un personaje que ya está inventado en la literatura y en el cine de chicha
y nabo también. No me reconozco, ni reconozco mis subordinados; sí me recuerda
algún personaje de película. Histriónicos; película y personaje.
-
Pretendía crear un personaje cruel, pero contradictorio,
interesante; con alma y mirada sombría. Envuelto en una atmósfera intensa; capaz
de creársela él mismo.
-
Gracias, pero son aspectos poco reales, poco prácticos y,
en absoluto, eficaces. Yo ya le había pasado por alto el origen del apellido, pero,
para acabarlo de arreglar, elige Artigues para el torturado y ahora me sale
utilizando el castellano[2]
para proferir una exclamación despectiva del comisario. Comprendo que, para
promover más aceptación y cierto grado de comprensibilidad fácil e inmediata,
se esté entregando al estereotipo más extendido de forma soterrada en estos
momentos: castellanos contra catalanes. Recordar implícitamente la represión de
un pueblo, pero, ¿no desvía demasiado el agua hacia su molino?
-
Tan solo he intentado ajustarme al juego más factible.
-
I, de paso, ¿hacerse más aceptable?
-
No sé qué decirte. Creo que, más que aceptable, me estabas
saliendo bastante convincente.
-
No hablaba de mí: hablaba de usted, de su relato. Obtener
simpatías fáciles.
-
¿Querrías que fuese al revés?
-
Yo no quiero nada. Está claro que no se ha paseado nunca
por el escenario que describe. De otra manera, se hubiese topado con que el
torturador más frecuente y despiadado en las dependencias de la Vía Layetana, aun
no siendo catalán, se llamaba Creix y que una de las víctimas más experimentadas
se llamaba Muñoz; apellido inequívocamente castellano; ¿se percata de que, en su
relato, el origen de los linajes está invertido? Los héroes pueden surgir de cualquier
pozo; ruines hay en todas las casas.
-
El estereotipo es inevitable por poco que te sitúes a
favor de algo. La pluma no es inocente.
-
Ya lo veo... Todo del mundo tiende a ser parcial, pero
algunos más que otros. Y usted, ¿qué?, que se llama Pacheco como el abominable Billy el Niño, el inspector del ‘Cuerpo
Superior de Policía’ de Madrid que ahora debe ser un abuelo enternecedor y sin que
nadie le haya pedido cuentas ni las pueda pedir.
¿Ve cómo la vida
real deshace cualquier previsión esquemática? Es posible que usted, como en las
grandes películas y novelas, épicas y memorables, haya previsto un final
contundente y moralizador para este relato: que, por alguna de aquellas vicisitudes
de la vida o por designio de las leyes divinas o solo para dejar claro que el autor
prefiere que prevalezca la virtud, alguien le aplicase al execrable comisario lo
que se merecía, que triunfase la justicia; pero ya ve, en la vida real, los ‘billys’ no reciben el castigo correspondiente,
ni una lección, ni les asignan ninguna penitencia. En la historia real, como podrá
comprobar, no se dan los finales moralizadores; ni los finales moralizadores ayudan
a entender la historia real.
-
No son unos acontecimientos de siglos ha; han pasado hace poco, a pesar de que muchos de sus héroes, personajes
abyectos, secundarios y satélites abominables hayan abandonado ya este mundo
convertidos en personajes de una tragedia griega sin escribir. No es posible hablar
de ellos sin posicionarse. Además, yo soy el escritor y tú eres el personaje...
La responsabilidad es mía. Te adjudicaré tu descripción y ¡agárrate como puedas
a la historia!
-
Fíjate tú. ¿Y porqué
no ha descrito la víctima?
-
¿Cómo?
-
Lo que le estoy diciendo: no nos ha explicado nada sobre
quien está siendo interrogado. Y no es más que un truco literario: en medio de
una atmósfera amenazadora, ha creado un nicho vacío, para que el lector no
tenga obstáculo alguno ante la tesitura de
personificarse y sentirse en el centro de la agresión, identificándose con la
víctima; absorbiendo protagonismo. Encajar a la perfección dentro del perfil de
la víctima porque no hay ningún perfil; no se ha dibujado ningún contorno. Se puede
atisbar en el propio acto de leer.
¿No ve que me ha concebido
perspicaz? Usted sabrá... Yo resido en su mente; no tengo otra entidad que la de
un personaje imaginario y en construcción, que pretende, sin embargo,
corresponder con coherencia al proyecto de persona y de historia sugerido por usted
mismo; estoy dentro de su cerebro, soy espabilado, sagaz, malintencionado y,
sobre todo, prepotente y desvergonzado y sin ambages para reprocharle que debería
mostrar un poco más de traza cuando escriba historias de esta índole. ¿Qué es eso
de las cuatro fases? En aquellos tiempos, se había de ir a por uvas. ¿Qué pinto
yo, inventándome cuatro fases? Tampoco las explica... Debe de formar parte de
una atmósfera vacía para tentar el espíritu del lector. ¿Qué lector? ¡Esto no lo
puede leer nadie!
En cualquier caso,
le entiendo. Es muy difícil ponerse en el lugar de la víctima para describirla
y comprender su mundo de angustia; yo que he ‘tratado’ muchas, me hago cargo de
la dificultad. Desde la vertiente del torturador, se crea una sensación de
simbiosis; reconozco, no obstante, que es una sensación irreal, inexacta.
-
¡Qué pecado habré cometido para merecer un castigo como
este! Al escribir otros relatos me ha
ocurrido de todo. En uno de ellos, me adormecía leyendo mi propio escrito; en otro,
el presunto lector me caía antipático y casi nos peleamos. Pero que se me rebele
un personaje, ya pasa de castaño oscuro. Me está destrozando la faena. Es una
mala pasada del subconsciente.
-
Sí que soy una mala pasada del inconsciente. Un dolor de
cabeza ¡porque exijo congruencia! Tampoco se ha detenido a referir las torturas,
dejándolas a la imaginación del lector. Se podría decir que ha sido por
moderación; para evitar aspectos truculentos. Como si los lectores fuesen de algodón.
-
No me has concedido tiempo. Estaba a punto de introducir
la descripción de las torturas, convencido de que retardando esta explicación
proporcionaría intensidad al relato; cierta expectación.
-
El suspens. Ve
como son maniobras. ¿Sabe qué? Ya me olía que sería una estratagema literaria más.
La ausencia de crueldad y dolor, añadida a la imprecisión del perfil de la
víctima, favorece aún más la tendencia a la identificación; de la misma manera
que repugnancia y requisitos de encaje la inhibirían. A mi parecer, son estrategias
propias de escritores noveles; poco experimentados.
-
La única conclusión que saco es que me has resultado un personaje
muy retorcido.
-
Referente a los subalternos que me ha endosado... Por mí,
usted dirá lo que quiera, pero de mediocres no tienen nada. Al menos, yo, de existir,
no pensaría así sobre esta gente. En todo caso, tendría presente sus motivaciones.
Respecto a ser
serviles, yo de usted tampoco lo pondría porque son serviles según y cómo. No dejan
de ser unos funcionarios como cualquier otro, en busca de mejorar el destino, pero,
para conseguirlo, si fuese necesario, no les dolerían prendas de apuñalarme por
la espalda, sin duda. Lo harían con su padre, si se cruzase en el camino. Sobre
este aspecto, tiene bastante razón cuando los define como malintencionados, pero
váyase a saber de qué forma obraría usted en su lugar. Al fin y al cabo, son
empleados de la Administración que persiguen su oportunidad. A cualquier precio.
Per este motivo, les tengo cierta prevención y guardo las distancias.
Hemos sido
construidos de la misma substancia humana que aquella con la que habrá sido constituido
usted; o cualquier otro. Como todo el mundo, no siempre ejecutamos bien nuestra
tarea, pero, en general, nos ajustamos a las exigencias. Aunque parezca mentira,
no tenemos otra ocupación que la de cumplir órdenes y resolver algunas consecuencias
de estos cumplimientos. No es que usted,
por ser el escritor, sea nada especial... pero estoy seguro que se ve subido a
un balcón desde donde poder denunciar abusos y estragos y sentirse... no sé
como decirle... por encima de nosotros, los esbirros. No sé si me entiende…
¿No hemos quedado
en que soy imaginario? En definitiva, nadie establecerá justicia sobre esta
parte tan oscura y execrable de su historia. Me voy a ‘atender’ a mi ‘torturable’ que me está esperando y
todavía no he consumado las cuatro fases. No es preciso que se preocupe por él:
de ahora en adelante, ya me lo imagino y me ocuparé yo.
MICROLITERATURA
Veni, vidi, vici
Arturo rotulaba ‘Veni, vidi, vici’
en
la pancarta destinada a recibir a Dios, el Señor de los dioses, de todas y de ninguna
religión conocida. Arturo está solo; quizás nadie más conozca la noticia; es extraño,
sin embargo, porque todas las señales y profecías habían coincidido en anunciar
el acontecimiento. Rotulaba en latín -Arturo es post-postconciliar-, mitad para
proclamar su grandeza y enaltecerlo, aunque es consciente de que esto es un
imposible (¿cómo se puede enaltecer a Dios?...); mitad para recordarle la presencia
(infinitesimal) de la humanidad; medio para reaccionar de alguna manera ante la
visita; un poco para significarse como creyente suyo y reclamar su protección.
En todo caso, rotulaba exaltado.
‘Si ya ha llegado,
habrá visto y, en un santiamén, habrá vencido miseria y maldad, y se debe de haber
instaurado para siempre. Y yo todavía escribiendo la pancarta’...
Mientras, en un rincón
inalcanzable del planeta, el Ser Supremo, el Esperado, se ha detenido, en un lugar
y momento elegido sin escoger, a contemplar el mundo y, ¿por qué no?, a juzgarlo.
¿Quién es el hombre? ¿Quién es Dios? ¿Es necesario recordarlo? Juzgar el mundo,
en un momento preciso e inconcreto, sentado al borde de un camino cualquiera,
derivado de muchos otros caminos cualquiera. Se sacude el calzado lleno de
grava y polvo; un instante eterno, efímero, quizás intermitente, pero que no puede
coincidir de ninguna manera con el tiempo del hombre. Incomprensible.
Su tiempo eterno
se podría comparar a un instante humano, así como el lapso divino más breve puede
abarcar la infinitud inconcebible de la temporalidad. Es Dios. El más dios. Es desconcertante.
A pesar de ello, a veces, el ser humano es capaz de sentir el instante eterno.
Olérselo.
Nada más. Le hemos
decepcionado o no hay nada a hacer... se pone el zapato, se incorpora y se va;
ahora para no volver. Nos deja, como siempre, en manos de los que creen haber llegado,
visto y triunfado a la estela de su camino. Detiene la percepción temporal y la
acelera cuando y como quiere. Rapidez y lentitud de dioses. Arturo no acabará a
tiempo la pancarta. Aún tiene dudas; no sabe con exactitud qué poner a
continuación de ‘vici’.
DIÁLOGOS
Un suceso cualquiera en la Gran Vía
La pretensión de
inmortalizar una insignificancia
Indicaciones para una lectura dramatizada: Este relato ha sido
concebido como ejercicio de lectura oral. Nivel: bachillerato y trata sobre el
uso del diálogo en el relato y de otros aspectos de la técnica literaria. Ofrece
también la posibilidad de realizar una lectura dramatizada del texto, repartiendo
los personajes entre ocho lectores, suprimiendo alguna acotación como ‘-piensa el hombre inconsciente-’ e intentando
crear un decorado acústico, con músicas
ya conocidas (La rapsodia húngara nº. 2 de Litz o Anchors Aweigh [el himno de
la Marina del EE.UU.] de Charles A. Zimmermann) o con la elaboración de efectos
acústicos (por ejemplo, el ruido de los coches en la Gran Vía [constante pero
diferente para cada nivel de consciencia que se plantea en el relato] o de las
sirenas de ambulancia [simulando indicios, aparición y gradual acercamiento])
Indicaciones para la lectura en solitario: Se ha previsto asimismo
una aproximación a este ejercicio desde la intimidad, de manera que ayude a gozar
también de un decorado acústico, caso de que disponga de ordenador (Asegúrese de
que los altavoces están en activo)
Para conseguirlo,
sólo tendrá que:
1. Previamente, sitúese
en la página web http://www.navy.mil/navydata/nav_legacy.asp?id=191
2. comience a leer
4. y, sin concederle
tiempo para empezar, pulse la tecla ‘Alt’ y, a continuación, la tecla . Volverá
al punto donde estaba leyendo.
5. Oirá una música
6. Siga leyendo
Se pretende que, con
este pequeño decorado acústico, el lector tenga la oportunidad de acercarse a
la situación histórica y a ciertos detalles del suceso real, al sentimiento de exultación
del personaje infantil y a la sensación de desplome que promueven al final los
instrumentos de viento.
M.P.V.
Un suceso
cualquiera en la Gran Vía
La pretensión de inmortalizar
una insignificancia
-
¡Pero si es Julia! –exclama Marc, estupefacto.
-
¿Qué Julia? –pregunta Laura.
-
Julia Walser... hace años que no la veía.
-
¿Conoces la otra?
-
No, se acerca con los instrumentos de primeros auxilios y
observa las dos mujeres agachadas sobre el hombre tendido en el suelo; parece
ser que intentan reanimarlo desde hace rato...
-
Déjame ahora a mí, Julia, que este hombre se nos escapa
de les manos...
-
Hago lo que puedo.
-
Pero debes estar cansada... y más aquí, agachadas como
estamos en la calle. Mejor lo haremos entre las dos.
-
De acuerdo Adelina. Una a cada lado. Presiona tú el abdomen.
¿Sabes cómo hacerlo?
-
Sí, sí... ya te explicaré cómo lo sé y por qué; ahora vayamos
a por uvas... Una, dos, tres...
-
Frank Sinatra,
Gene Kelly... –piensa el hombre inconsciente- ¿Quién más había por allí? Tengo cuatro
años. Ah, sí Kathryn Grayson. Es la tercera o la cuarta vez que veo esta
película. Mi madre es comadrona y, cuando tiene mucha faena, la abuela se encarga
de los niños. Nos lleva al cine. Normalmente, al Cine Eslava, calle Mallorca esquina
Rocafort y avenida de Roma. Casi delante
de casa en la calle Valencia. ¿Con quién hablo? Le pido paciencia. Noto en el abdomen
un contacto muy intenso con sus manos.
José Iturbe
interpreta la rapsodia húngara número dos de Litz, acompañado por una
desmesurada cohorte de pianos de cola, blancos y relucientes todos. Cuando a la
abuela le gustaba mucho una película, la veíamos varias veces. Siempre en el
Cine Eslava; en ocasiones, en el Provenza, en el Emporium, Arenas, Rex,
Bohemio... Más, sin embargo, en el Eslava.
-
Lo que tarda la ambulancia...
-
Siempre da esa sensación. Atenta a lo que te traes entre
manos. Ya llegarán. Aún ha tenido suerte de haberse tropezado con personas como
nosotras que tenemos alguna idea sobre lo que se ha de hacer en estas circunstancias.
-
En cualquier caso, tengo la impresión de que tardan
demasiado. Cuatro, cinco... No llegaaarán a tieeempo...
-
Escuche, quien me esté oyendo, mi recuerdo: Un niño se escapa
de casa de tía Susie. Quiere alistarse en la Marina de los Estados Unidos. No,
no es así. Soy yo quien, después de ver tantas veces esta historia en la
pantalla, me estoy ataviando de personaje y diseñando aventura y futuro en las
fuerzas navales, igual que el niño de la película. Una gorra de marino americano
que utilizo para ir a la playa. Es agosto, pero no tengo reparos en ponerme el abrigo
de marino que tiene botones dorados con un ancla en el centro de la redonda. Soy
yo. Cuatro años. Estoy liando un hato, atando el pañuelo con todas mis fuerzas.
En él, he dispuesto las piezas de ropa necesarias para un largo viaje; posiblemente
sin retorno: me voy a la Armada. L’Armà decía. No sé con exactitud qué llevarme
y le pregunto a mi madre.
-
¿Te vas?, me replica divertida.
-
A l’Armà, le contesto preocupado porque ya hace días que lo
estoy anunciando a todo el mundo. Lo he dicho tantas veces... parece que no me escucha
nadie.
¡Sí, a l’Armà!
-
¿Cómo te ha dado por ahí, no ves que tú eres de los que se
marean en un vaso de agua? Siempre y enseguida.
-
....
Indeseada debilidad
que se convertirá en un rasgo distintivo durante mi vida. La arrastraré para siempre.
No subiré a un vehículo, sea coche, barca, ‘golondrina’ o avión que, a poco que
se alargue el trayecto, no acabe yo hecho una sopa. Yo soy quien se marea por nada
y al instante.
Buena la armé, hace
cuatro días, en la primera comunión de mi hermano, subiendo hacia la Bonanova.
La abuela sintió el antojo de llevarnos después de la ceremonia, a realizar una
visita a la Virgen.
Apenas pisar el estribo
del “Hispano Suiza” que habían alquilado para ir a la iglesia de la Bonanova, ya
se me habían revuelto las tripas. Pero me aguanté y no fue hasta muy arriba de la
calle Muntaner, en el momento en que el chófer detuvo bruscamente el coche, con
el motor sofocado en la cuesta, para proveer la caldera de cáscaras de almendra,
cuando desembuché todo lo que tenia dentro.
-
Déjame ver..., deshace el lazo del pañuelo y revuelve la
ropa como si la observase de verdad. Falta alguna pieza; sólo llevas calzoncillos
y camisetas.
Llena el hatillo con irrelevancias y, con ternura, lo
vuelve a anudar. Me contempla juguetona un instante y se va; siempre tiene algo
que hacer en la cocina o en la habitación donde recibe a las embarazadas. Tomo
una caña de pescar cangrejos en el rompeolas y le cuelgo el hatillo. Salgo de
casa. Sé que al alcanzar la acera he de girar hacia la derecha, la primera calle
que no sé como se llama y continuar hacia abajo, dirección a la Gran Vía que sí
sé que se llama Gran Vía. Es la más peligrosa. He de tener mucha precaución cuando
la cruce. Después, he de continuar hasta el Paral·lel, que sí sé como se llama porque
es donde voy con mis padres a tomar un helado los domingos por la tarde. Ellos toman
una cerveza.
-
Parece que el niño ha salido a la calle, la abuela pasa por
ser la más espabilada, la más malpensada.
-
¡Qué dices!, la madre era, con mucho, quien confiaba más.
-
Que ha salido de casa y se va.
-
No ves que está jugando...
-
¿Jugando?
No quiere detenerse
a discutir con mi madre. Una pequeña indecisión puede comportar un contratiempo
irreparable. Asoma la cabeza por el balcón y ve como, imperturbable y
alborozado, doblo hacia la calle que ahora sé que se llama Rocafort; tan
campante, con mi hatillo colgado de la caña de pescar cangrejos, la gorra y el abrigo
marinero.
Sin decirle nada
más a la hija –no puede perder ni un segundo-, enfila hacia la escalera y, en dos
zancadas –impropias para su edad-, sale también del edificio. Probablemente, la
hija, mi madre, se haya quedado sin saber nada sobre la verdadera situación.
Mientras, la yaya
ha comenzado una curiosa procesión persiguiendo el nieto Rocafort abajo. Tengo
muy en cuenta que, una vez superada la Gran Vía y ante el Paral·lel, he de doblar
a la izquierda, hasta el muelle. Lejos, muy lejos. No sé si seré capaz: soy un
niño y no estoy demasiado habituado a ir solo por el mundo. Había realizado, sin
embargo, este camino muchas veces con mis padres. Había llegado al muelle, los
barcos, los marineros. Había jugado con los amarradores... Subía, saltaba, me
sentaba... los norayes del puerto... Todos son oscuros y están alineados al lado
del agua. Incluso, una vez unos marineros me dejaron zascandilear por la pasarela
de un barco y me propusieron que me quedara con ellos. Me falta mucho para llegar;
no he accedido aún a la calle de la que ahora ya sé el nombre. Se llama Aragón
y entonces no lo sabía.
La abuela me sigue
resuelta. A partir de un momento, me llama para que me detenga. Me quiere
atrapar; eso sí que lo sé. Me lo huelo; me quiere engatusar. Me suplica que no
huya, refrenando su pronto normalmente más autoritario. He de mantenerme firme
en mi propósito y no hacerle caso, porque a la más mínima duda me da caza y me
veo de nuevo en la calle Valencia, ¡y mi vida sin sentido!
No me atrapará. Soy
más rápido. Por cada paso que da, yo doy tres. No debo confiarme, no obstante,
porque es muy ágil para los años que tiene. Todo el mundo lo dice.
Un carrusel de
personajes desfila a ambos lados de huida y persecución. La abuela les pide ayuda,
pero nadie se la concede. Son curiosos embobados por el espectáculo de un niño
disfrazado de su aventura, ceñido por un abrigo azul marino con botones de ancla
dorados, provisto de una gorra de playa y enarbolando un pañuelo a modo de
hatillo que cuelga de una caña de pescar cangrejos. No se atreven a intervenir
o ¿es que están de parte del niño? De su derecho a ser marino, si es que tanto lo
desea.
-
¿Ya has reunido todo lo que tendrías que llevar?
No me habla porque
sí. Me quiere hacer caer en la trampa; que me distraiga y pierda un par de pasos
y lo habrá conseguido. Se nota por la manera de mirarme. La conozco. Sé que me quiere
atrapar. Yo, como si nada. No le contesto y ando más de prisa, mientras tarareo
la marcha militar que se escucha en la película. Chiin tatachiin, tachaan... Chiin,
tatachaan..., la música anima mi paso. Es mi banda sonora; me sumerjo en la canción,
vivo dentro de una vida cinematográfica y me siento inmortalmente absorbido por
el alma y el cuerpo naval de la película.
Soy otra persona
y vivo otra vida.
-
No necesitas llevar el abrigo. Estás sudando.
-
....
-
No sabe qué decir para detenerme....
-
¡Cuánto tarda la ambulancia!
-
No lamentemos esfuerzos.
-
Ahora, la abuela insiste en reclamar la complicidad de los
transeúntes que, perplejos, contemplan la escena. La consideran, por lo visto,
divertida. No mueven un dedo. De cuando en cuando, aprieta el paso y casi me
alcanza, pero no consigue su propósito. (b) No me siento cómodo en pleno
verano con mi abrigo de invierno, pero no quiero prescindir de él, es la insignia
más incuestionable de mi destino. La gorra también, no obstante, no soy tan
consciente.
La música que yo
mismo interpreto en mi imaginación exterioriza el ritmo vigoroso de la huida
que he emprendido. A ratos, se me escapa de la imaginación y musito algunas notas
entre labios; a ratos, no puedo reprimir el entusiasmo y la canturreo sin miramientos,
en voz alta.
Entiendo que la
gente no quiera intervenir para detenerme. Además, considero esta abstención
como un éxito. Podrían ser mis enemigos y abortar de inmediato mi paseo; son
adultos, pero, por alguna razón que desconozco, se han convertido en un público
entregado a mi exhibición. En definitiva, jo también me he rendido a la
sensación de triunfo.
-
Los caramelos... ¿Te has acordado de los caramelos para
el mareo?
-
....
-
Justo en la Gran Via, el instante de duda me pilla
distraído, sumergido en la espiral de la música y los sueños y sentimientos
navales. Ensimismado, noto que la yaya me ha atrapado y me arrastra Rocafort arriba,
deshaciendo el camino y deambulando entre hileras de transeúntes-espectador que
disfrutan de un nuevo gag cómico; diferente del de la ida porque ahora soy yo
el perdedor y la abuela la triunfadora.
-
¿No oyes?, a lo lejos, las dos enfermeras improvisadas en
la Gran Vía de Barcelona, escuchan la sirena de una ambulancia.
-
Ya te daré yo caramelos...
-
Ella sabe que padezco náuseas muchas veces y ha aprovechado
la necesidad de caramelos contra el mareo, junto a la circunstancia de que estaba
embobado con música y afanes. Me sorprende, no obstante, un pequeño matiz en el
tirón de oreja. Ha querido parecer férreo pero, en realidad, no lo ha sido tanto.
Percibo una leve señal que no se me escapa; como si la yaya, tan severa en
ocasiones, y tanto que en este momento lo quiere parecer, ahora me transmitiese,
con la presión de su mano un poco más suave, cierto mensaje de satisfacción,
como si reconociese en mi persona un ser capaz de hilvanar y poner en marcha su
propia aventura. Cualquier aventura.
Aunque es posible
que esté contenta porque, en conclusión, le ha salido bien la jugada.
No es que no me
duela, pero yo sé muy bien cómo es un tirón de orejas de la yaya y más ante una
desobediencia tan palpable y pertinaz.
-
Parece que se debilita. Lo perdemos.
-
Una pizca más de energía. Ya falta poco...., ya han oído
un atisbo de sirenas; les induce a reavivar su entrega. El auxilio deja de ser
una quimera; la recuperación, posible. Poco a poco, el sonido se convierte en más
nítido y próximo.
-
Es como si ya lo sintiese revivir... Julia y Adelina, sin
embargo, siguen asistiendo a aquella persona desmayada en el pavimento sin pulso
y sin aliento, como si no notasen la proximidad de la ayuda y de la recuperación.
-
No sé a quien le estoy hablando, no estoy seguro. Lo
tengo presente, lo noto de manera especial en mi abdomen; en todo caso, comprenda
que, si no hubiese atendido tanto a mis debilidades, si no hubiese sentido la
necesidad de aquel caramelo, ahora quizás sería Almirante General de la Armada.
En la reserva, por supuesto. La edad obliga. Un ser venerable en el ocaso de su
inmensa carrera naval. Como siempre, me mareo, pierdo el conocimiento.
-
Ja están aquí, Julia, exige Adelina que confíe aquel hombre
en manos de los profesionales que surgen con decisión del vehículo.
-
Está bien.... Al fin, sirenas y luces intermitentes rodean
la zona. El ruido de sirena cede el gobierno del espacio a los resplandores y
se tranquiliza; se ahoga en un gruñido mientras el conductor sitúa el vehículo
de forma adecuada a la posición del afectado, y los otros ocupantes de la
ambulancia, Marc y Laura, con determinación y delicadeza, se acercan y apartan a
Julia y Adelina, y su fatiga, del hombre tendido en el suelo.
-
Julia...
-
Sí, es Julia. Ya nos daremos a conocer después; ahora está
aturdida.
ARGUMENTOS (1ª. parte)
A Dídac Amat
El embalsamador de
ilusiones
Salvar las apariencias
: Una jugada que desafina mucho.
Una pura obstinación sin argumentos me ha conducido a esta
macabra aventura. Acaso mi conducta sea explicable a partir de haber escuchado
una antigua leyenda. En ella, el futuro héroe de un país determinado había de embalsamar
en solitario los despojos del héroe muerto. Así se consagraba para convertirse
en el siguiente héroe. No estaba permitido, sobre todo, que le evitasen la faena
indeseada ni que fuese aligerada por las personas serviles que siempre están
dispuestas a suprimir molestias a las persones importantes y a sacar provecho. Había
de ser él quien experimentase el rastrojo de cicatrices y heridas abiertas adonde
va a parar el excelente cuerpo que había lucido en vida el antiguo héroe.
El futuro paladín tenía que resignarse a padecer los inconvenientes
propios del proceso de componer el cuerpo inanimado y desvanecer el olor a podredumbre;
no era admisible recibir ayuda alguna de nadie que estuviese dispuesta a
facilitar la tarea, consciente quien lo decidió de que son estos atajos y banderas,
suministrados por las almas serviles, los que corrompen a los pueblos y, lo que
aún es peor, a sus héroes.
Es por otro lado paradójico que en un país diferente, mencionado
también en la misma leyenda, los héroes muertos siempre eran embalsamados por
un experto; no por un aspirante a héroe.
Pero tal como se ven estos asuntos en nuestros días, los
héroes no existen ni han existido nunca. Son una ilusión colectiva y, a veces,
un instrumento manipulado por no se sabe quien.
Tan solo una ilusión.
Intento respirar profundamente para serenarme y
concentrarme en el fatigoso encargo de combatir la pestilencia y de conferir un
aspecto aceptable a una masa corporal muy dañada.
En estos instantes vivo esta experiencia real y me hallo
delante de un cuerpo muerto. Hablando. Convengamos por ahora que usted es un verdadero
adalid, así que yo debo ser el sucesor, el émulo, ya que le estoy aderezando el
cuerpo corrompido por la enfermedad insistente y drástica.
Tan cierto como extraño es que, ante el cadáver, no me cuesta
hablar; al contrario, su quietud me estimula a la charla; presiento que me escucha
con atención. También parece cierto y también extraño que no me hubiese decantado
por la opción de rezar por su ánima en el oratorio, en lugar de meterme en esta
tarea más humilde y a la vez más molesta, repugnante y turbadora, la de
restaurar el cuerpo y prepararlo para ser transformado en unos desechos
presentables.
¿Por qué yo? ¿Por qué lo he decidido y por qué, en mi
entorno, no surgen almas serviles dispuestas a absorber y minimizar cualquier
dificultad, que me eviten este trago que ya ha comenzado a convertirse en un
calvario?
Por ahora, examino. Nada más contemplo habiendo levantado
la sábana. Pero, tarde o temprano, tendré que hundir las manos enguantadas en
la purulencia, sintiendo el hedor de la descomposición y conociendo en propia
carne el castigo inmerecido en seres espléndidos y admirados como usted.
Ofrece muy mal aspecto, un mal aspecto que yo habré de zurcir
hasta a convertir-lo en unos restos aceptables para un séquito de visitantes,
algunas autoridades y, ¿por qué no admitirlo?, curiosos. ¿Quien era usted, don
Jou? Para muchos, nadie; alguien de quien han oído alguna historia, inexacta
como todas las biografías; alguien con quien han mantenido contacto breve y
ligero en la capilla, en el refectorio, en el coro, en el claustro de profesores
donde su actividad discurría entre admirable y desapercibida, seguramente
incomprendida. Sin que se notase; en ocasiones subestimada. La música, el canto
en la Escuela.
Puedo advertir una sensación que quería evitar: he de
reconocer que siento náuseas; quizás irrefrenables, a la vista del aspecto
purulento de las heridas y notando el tacto blando, tosco y repugnante. He de
prever una salida airosa a la contingencia o perderé el mundo de vista y, en el
momento más imprevisto, me desmayaré. ¿Por qué la enfermedad se ha obstinado en
dejarle unas señales tan horribles en el cuerpo? ¿Por qué se ha ensañado tanto?
El héroe yacente.
No puede ser un cuerpo como cualquier otro. Ni unas heridas
explicables enseguida.
¿Sabe que usted habría sido siempre mi héroe –qué digo,
si ahora que está muerto, quizás esté enterado sin que nadie se lo tenga que decir-,
una figura deportivo-musical que habría dirigido mi destino? Ya recuerdo que me
hizo padecer bastante, que en medio de la niñez me puso ante las narices mi
incompetencia para cantar, factor del que, no obstante, ya era conocedor, pero,
¿cómo decirle?... de una manera interna y, a menudo y adrede, inconsciente; a
veces, alocada. No piense que me descubrió nada del otro mundo. Por más consciente
que fuese de que no entonaba nada bien –en realidad lo hacía horriblemente-, yo
me empeñaba y gorjeaba sin ningún recato; incluso sobresaliendo de forma temeraria
por encima de otras voces.
La atracción del abismo y el entusiasmo difícil de contener,
cuando mil trescientos alumnos –sí, mil trescientos o mil y pico, si se tienen
presentes las posibles faltas a la escuela por diferentes motivos- gritando –no
se puede decir ‘cantando’ ni algo que se le parezca- una canción de bienvenida
al padre inspector provincial que de cuando en cuando giraba una visita oficial
al colegio. Resulta difícil de imaginar, a pesar de haberlo vivido, el universo
conformado por más de mil niños de siete a quince años desgañitándose para
proferir, con una voz distorsionada, ‘Viva el padre...’, una canción que habría
de convertirse en una bienvenida al inspector, y usted, padre Jou, en medio de
la agitación, deambulando de esquina a rincón y moviéndose, en ocasiones, entremedio
del gentío, con la pretensión de conducir a buen puerto aquel ensordecedor guirigay.
Podría entenderse que sus desplazamientos eran inintencionados,
pero, por más inverosímil que se considere, ejecutaba gestos de dirección de
masas musicales y hasta parecía que aguzaba la oreja y daba indicaciones. En
algunos momentos, adquiría la actitud de mostrar más precisión todavía al oído,
como si quisiese señalar la nota perdida, inconveniente: qué facultad ha poseído
durante su vida para distinguir voces y notas en medio de aquel gallinero...
Pero la trayectoria era decidida y, dentro de una
oscilación aparentemente irregular que, engañosa, a instantes daba paso a sugerir
un espacio falso, inexistente, como si se alejase, trazaba una aproximación
gradual al ámbito donde yo –mejor dicho, yo de niño- con una exaltación sin
precedentes despedazaba la canción como quien hace gárgaras. No sé por qué no sospeché
nada, porque aquella trayectoria cada vez más constreñida, arrojaba el indicio
de que el profesor de música –usted- iba al grano; se circunscribía a mi alrededor
progresivamente, hasta que, una vez a mi lado, centró su atención un momento y
con una expresión entre de estupefacción e indignada, se me encaró y, destrozando
todos los idealismos musicales de mi infancia, me lanzó:
-
Tú, si hass de cantarrr con ezsa vosz, mejorrr te
callasss!!!
¿Lo recuerda?
Si quiere, lo repito...
¿Tan mal lo hacía? ¿Tanto sobresalía en aquella multitud
cantora de mil niños y pico dentro de un teatro de colegio, sin una acústica muy
apropiada, y destartalado por un uso continuo? ¿Tanto estropeaba el trabajo de aquella
masa cantora como para provocar una intervención tan furibunda e incuestionable?
¿Tan perfecta consideraba la vociferante interpretación del conjunto de alumnos
o es que, sacado ya de quicio por aquella chusma musical, yo –quizás el más
destacado pervertidor, lo reconozco- pagué los platos rotos? El único a recibir
la reprobación entre mil y pico energúmenos cantando...
Ahora ya no puedo preguntarle: hubiese tenido que proceder
en vida suya. De momentos he tenido de sobras y los he desaprovechado.
Su acento... me olvidaba del acento extranjero. Sin tenerlo
presente, es imposible esclarecer nada. Ya lo había perdido años atrás o lo
había conseguido disimular. Pero, por poca atención que prestemos, se puede descubrir
que usted, padre Jou, cómo lo puedo expresar, ¿‘es’ o ‘era’? extranjero. Yugoslavo,
en aquel tiempo; ahora, quizás croata. No lo sé con exactitud. Nunca lo había
revelado. Un sacerdote venido del Este: Eso le confería un aura muy especial, casi
de martirologio. Y el aspecto más pintoresco es que ‘era’, no ‘es’, un gran
amante del deporte y que, aparte de su santidad como guía y ejemplo y como ánima
musical sublime, los deportes que jugaba o proponía jugar, eran bastante exóticos
para la época y para nosotros que a duras penas conocíamos el fútbol.
No deja de ser pintoresco, también, que esté recordando sus
proezas, mientras le estoy limpiando el pus que supura y se reseca y se ha esparcido
por el vientre; estrecho los orificios por donde drenará lo que quede dentro,
hasta que salga suero, y los tapono con ungüento después de arrinconar la suciedad,
el miasma. Habré de suturar en algún punto si quiero evitar nuevos
derramamientos.
Sí, no deja de
ser pintoresco que ahora y aquí me haya venido a la memoria la vertiente deportiva.
El bádminton y el balonvolea. También es curioso que fuesen unas prácticas
reservadas a los integrantes del coro. Los demás solo mirábamos, a excepción de
algún día como aquel en que no se habían presentado suficientes miembros del
coro para organizar los dos equipos completos. Todos los jugadores posibles
situados en el campo, quedaba un espacio vacío a la espera de que usted decidiese
quien lo ocuparía. Entonces, antes de comenzar el juego, se formaba al entorno
de usted un círculo de chicos pidiéndole ser escogido para ocupar la vacante, sin
percatarse que un muchacho, yo, esta vez se había colocado ya en el lugar, simulando
ingenuidad, planteando un hecho consumado.
Usted alza la cabeza y me ve y, no sé si porque le ha provocado
gracia mi treta de pícaro o porque tiene en cuenta el mal trago infligido tiempo
atrás:
-
Tú, si hass de cantarrr con ezsa vosz, mejorrr te
callasss!!!
abre las manos con un gesto bastante ambiguo, poco convencido,
me señala y dando a entender que no hay ninguna posibilidad, les indica a los
demás que el pescado está ya vendido. Yo soy el designado. Realmente,
autodesignado.
De manera que, con una sensación de triunfo, noto la expresión
de desencanto de algunos y de desconcierto, y comienzo a jugar el primer partido
de voleibol en mi vida. Lo que vendrá a continuación son las tres estiradas
consecutivas que realicé para lucirme y ganarme la consideración de útil y necesario
para el equipo. Plongeon le decían. Zambullirse
pero sin agua; sobre la dura realidad del enlosado. Tres plogeons seguidos contra el pavimento de baldosas de las de la calle,
con un ímpetu que aún no sé cómo no me partí el cuello.
Ya lo creo que me gané el puesto, pero también gané la
obligación o el honor de pertenecer al coro –ya que el equipo de voleibol estaba
pensado en exclusiva para la gente de la escolanía- de manera que me pasé el
resto de cursos en aquel colegio moviendo los labios durante las actuaciones
del coro, sin emitir un solo sonido, porque, sin duda, llegué a ser una figura
imprescindible para el equipo.
Mientras recoge los utensilios y se quita la mascarilla,
la bata y los guantes, el profesor, responsable de las secciones deportivas y director
del coro escolar, el émulo del padre Jou, observa con cierto orgullo la faena
realizada con los restos mortales y apaga la luz; entra la claridad trapezoidal
por la puerta semiabierta. Le perturba la sensación de que en la penumbra reposan
mejor los cuerpos inertes. No sabe el motivo por el que le perturba este sentimiento.
Le invaden muchas sensaciones. Infinitas. Todas y cada una de ellas pueden
propiciar un desenlace diferente y lógico; casi obvio. A partir de aquí, irá a
ducharse y a arreglarse porque todavía está a tiempo de asistir al ensayo del
coro del que es el actual director; un director de coro, sin embargo, desafinado
y mudo. Casi mudo. Refinado y prevenido al cabo de los años y de muchos esfuerzos
y contratiempos.
Sospecha que, en el instante preciso, ha recibido un impulso
oculto e indefinible. Para tranquilizarse, piensa en la Providencia. Le asaltan
más dudas: Podría haber sido igualmente profesor y responsable deportivo del
colegio, sin ser director del coro, tarea para la que, de todas todas, no poseía
las condiciones idóneas. ¿Por qué lo ha tolerado? ¿Cómo lo ha conseguido?
Dentro de unos momentos, estará ensayando en medio del
coro sin emitir la voz y meneando de forma ostensible los labios, como siempre
ha hecho. No sabe si alguien se ha apercibido hasta ahora del fingimiento; pero
si se ha apercibido lo disimula muy bien. Fernando, quizás... siempre se avanza
a dar el tono y me libera de la maniobra vocal, pero los otros... como el agua
que, al abrir el grifo, ha dejado correr...
Se lava las manos, se despide del cuerpo exánime y del
padre Jou, piensa que él, el héroe extinto, ha podido ser consciente durante todo
el proceso –el del embalsamamiento, pero también el de la vida profesional de
su émulo- y abre la puerta para salir. Antes de hacerlo, no obstante, toma el pulverizador
del estante y rocía la habitación con un perfume seco y discreto.
ARGUMENTOS (2ª. parte)
Al número 5 de la
calle 18
El retrato de Oscar
Wilde por Dorian Gray
Sobreentendidos e
implicaturas
Los
libros que el mundo considera inmorales son los que le muestran su propia vergüenza. Nada
más .
O.W.
El retrato de Dorian Gray
El viejo berlina
negro de Augusto, el amigo de Aída, erraba por las calles de Cincrut, una ciudad
alegre, magnífica, con un pasado turbulento, pero superado. Los movimientos del
coche se le antojaban muy extraños a la acompañante del conductor: De seguir así,
no tardarían en intervenir los agentes del Centro de Vigilancia Urbana. Pero Augusto
parecía estar alerta; conocía este riesgo. Aparcó en la primera plaza libre que
se le puso por delante.
-
Necesito un poco de aliento y establecer una estrategia.
Ha situado el coche
con precipitación; maniobra y lo aparca correctamente. Aída permanece angustiada.
Augusto todavía más, pero disimula; por otro lado, no tiene muchas posibilidades
de complacer aún a su amiga. Un centenar de metros más y habrán llegado al muelle
y desde allí, en dos zancadas, en casa. No obstante, prevé dificultades; la
ruta no quedará expedita, se tendrán
que desviar tantas veces como sea necesario y emplear más tiempo.
-
Me has de ayudar, Augusto.
-
¿Vendrás conmigo?
-
No. Es una buena ocasión para los dos, pero no es conveniente
que te acompañe. Mi presencia sería contraproducente. Los vigilantes no me conocen,
pero en el Centro notarán mi ausencia y, de inmediato, repartirán fotos.
-
Dame el plano de los rastreadores y ya iré yo sola.
-
¡¡¡No!!! Hay acciones que no me están permitidas. Además,
no conoces la forma de eludir los módulos. ¿De qué te serviría disponer del
mapa de enclaves?
No había abandonado
el volante, lo sujeta con fuerza mientras escruta la calle desde el retrovisor.
-
Tendremos que esperar aquí quietos un rato, dejar correr
el tiempo, que pase la ronda de los prospectivos móviles.
Aída se conforma.
Se repantiga en el asiento y oculta la cabeza debajo de la ventana, las manos
entre les piernas.
-
Conoces todos los detalles del sistema de control. ¿Por
qué no me los facilitas y te vas tan tranquilo? ¿Eres mi amigo, o no?
-
Sí, pero habrás de comprender que tenga también otras
fidelidades.
Aída suspira
contrariada. Enciende una vez más la pantalla que tiene delante. La calle
permanece muy solitaria y la tarde da paso a la noche. Dos individuos dentro de
un coche parado, aunque uno sea una mujer, siempre llamarán la atención, piensa
Aída mientras se hunde todavía más en el asiento y pierde de vista el horizonte
de la calle.
-
Eres diabólico, sin duda. Me das la información a cuentagotas.
Gracias a ti, ahora sé que padezco una enfermedad y que la han clasificado como
muy inconveniente, pero no has resuelto decirme cuál es. Y ahora sé, también gracias
a ti, que en el futuro realizaré un hallazgo que consideran importante. ¿Qué hallazgo
habrá de conseguir una ictióloga a punto de jubilarse? ¿Qué es lo que aportaré
a la humanidad?... y hemos deducido que esta es la razón por la que me quieren
preservar a la fuerza, sin pedir mi opinión.
¿Tan importante
será el descubrimiento? ¿Tan grave es la enfermedad que planea sobre mí?
-
Sabes más que cualquier ser humano en tus circunstancias...
-
A partir de la muerte de Próspero, he abandonado la apetencia
de aferrarme a este mundo.
-
Hace ya veinte años que te investiste de viuda.
En un vehículo rastreador
el sargento Jorni observa con atención el diagrama del prospectivo. Ha introducido,
como siempre que sale de patrulla, los dos factores habituales de la búsqueda
diaria: Personajes transcendentes y enfermedades a erradicar.
El primer factor
consistía en una lista de personajes residentes en la ciudad a los que se debía
preservar por su importancia, en función de les aportaciones a la sociedad que
posiblemente realizarían en el futuro. Convertidos en imprescindibles por dictamen
de la Comisión de Implicaturas porque sus futuras y aún desconocidas
contribuciones serán transcendentales para la humanidad. Esto es lo que había
decretado la mencionada comisión.
El segundo factor
era consecuencia del análisis que, de forma imprevista y sin el beneplácito ni conocimiento
alguno del sujeto, se llevaba a cabo desde unas furgonetas-módulo de detección,
análisis e intervención que la Comisión había desperdigado por las calles de
Cincrut. Buscaban persones señaladas como imprescindibles en el futuro que
albergasen una enfermedad capaz de provocar impedimentos, por muerte o por
incapacidad, para la consecución del beneficio social que se esperaba de ellas,
sin que fuesen conscientes de la importancia ni tampoco de la enfermedad. Esto
daba lugar a situaciones inopinadas, chocantes. Hilarantes, en ocasiones. Su faena
consistía en detectar y sorprender ingenuos, ni más ni menos.
Los aparatos
detectores no le decían nada nuevo, pero su intuición le delataba un tufo
especial, desconocido, como si alguien quisiese esquivar su destino. Los módulos
prospectivos no son infalibles. Algunos materiales se obstinan en ser
impenetrables; otros, se dejan rastrear mejor... Las aleaciones de algunos vehículos
antiguos oponen más resistencia que los muros de muchas casas.
Gomes, el
conductor de la furgoneta-módulo de detección, análisis e intervención, a la
suya, no inspira nada; conduce como si la furgoneta rodase sola sobre el asfalto.
Representa el automatismo de la rutina. Sin inmutarse, ha rebasado el reducto donde
Aída y Augusto siguen dialogando ante una imagen que se refleja en la pantalla
encendida sobre la guantera del berlina.
-
¿Qué ves?
-
No soporto que se ría de mí.
-
¿No ha cambiado nada?
-
Nada. Todavía recibo la imagen de una muchacha, que debo
ser yo, en una especie de mesa presidencial de congreso, pero con un bigote
estilo Dalí y un letrero que dice: Julius Fanerógam.
Es una de les
concesiones de Augusto hacia Aída. Una más. El VFI, un prototipo, aún en
experimentación, para comunicarse las personas con ellas mismas fuera de su tiempo:
en el futuro. Lo que desconoce Aída, o no se lo ha dicho Augusto, es que este
procedimiento es idéntico al que ha estado empleando la Comisión de Implicaturas
para localizar el futuro descubrimiento y, al propio tiempo, para inducir al
diagnóstico de cualquier enfermedad que, al parecer de la Comisión, implicase
el peligro de impedir su contribución al progreso universal.
-
¿Estás segura de que eres tú?
-
Sí, soy yo, lo acepto, pero con un aspecto propio de cuarenta
años atrás, cuando debería representar cuarenta años más. Es, sin duda, una
broma y está dirigida a mí. ¿Cómo puede ser que se me vea tan joven dentro de cuarenta
años?
-
Sospecho que poseen recursos para rejuvenecer las personas.
Aída aparentemente
mucho más joven, pero con unos cuarenta años más que la actual, es o representa
ser, una muchacha sentada en un escaño, que mira con cierta desenvoltura la cámara.
No dice nada ni insinúa ningún gesto. Sonríe. Permanece inmóvil, pero a su
alrededor hay gente que se mueve y hace ruido. Aída actual la observa con detenimiento.
Sí, es ella, y ella –la otra- a buen seguro sabrá de quien es la imagen que
estará recibiendo. No lo podría aseverar en público ni insinuarlo, de acuerdo
con las normas; ya que, en la pantalla no está permitido que aparezcan pistas
ni es lícito emplear ningún ardid que comporte la intención de facilitar la
identidad del personaje. Esto significaría la inmediata suspensión de la
transmisión desde el futuro. Aída tenía la oportunidad de verse ella misma al
cabo de cuarenta años, y ella misma, Aída del pasado, podría dejarse ver al cabo
de cuarenta años, pero sin aportar detalles más allá de la mera identificación
previa garantizada por el sistema. Ninguna de las dos, ni la del pasado ni la
del futuro, habían de esparcir por las imágenes transmitidas rastros que pudiesen
ser descifrados por ellas ni, mucho menos, por los miembros de la Comisión.
Se reconocía en
aquella muchacha. Era ella describiendo una curva paradójica, más vieja y, al
propio tiempo, mucho más joven, por lo menos, de aspecto. Los escasos movimientos
reflejaban una danza de sombras y apagadas luces sobre la cara de la mujer,
absorta en la contemplación de aquella incongruente fisonomía que parecía
burlarse. No le ha confesado a Augusto un detalle que ha logrado turbarla en la
visión de le otra Aída -ella en el futuro-: bajo la camiseta ajustada al cuerpo,
los pezones pugnaban por esculpir un volumen eminente, estimulados como solo
ella recuerda que se le excitaban en vida de Próspero, y lo que más conseguía contrariarla
era admitir que aquellos pezones eran los suyos; sin lugar a dudas. Y la
reacción que mostraban con creces, también.
-
¿Y ahora, qué haces?
-
Mover el coche.
-
¿De nuevo?
-
No me fío. Acaba de pasar una furgoneta llena de objetos
para ir a la playa.
-
¿Y qué?
-
Estamos al mes de marzo...
-
Además de maléfico, paranoico...
-
Mira quien viene a decirlo, una inestable emocional.
-
Que la prematura muerte del marido me afectase tanto, no quiere
decir que sea una inestable emocional y, si lo fuese, sería una situación más que
razonable.
Me podía haber mordido
la lengua, piensa el hombre. No he estado acertado. Me han traicionado los nervios.
He reaccionado de manera desmesurada ante les maquinaciones de esta mujer. Él también
guarda un secreto. No le había revelado a Aída que la enfermedad prescrita por
la Comisión, motivo de proponerle un plazo para que se presentase de manera
voluntaria, no es fisiológica. Había sido precisamente la manifiesta inestabilidad
emocional y la persistente depresión que le produjo la ausencia repentina del
marido. Pero, ¡cómo informarle! La Comisión, al observar ciertos aspectos de su
conducta, había considerado enorme el riesgo de suicidio y que, con el paso del
tiempo, se intensificaría.
-
Has demostrado muy poca delicadeza -Aída se sumerge en la
contemplación de su proyección hacia el futuro.
No sabe que a él
le duele a más no poder, como si fuese suyo, aquel abismo emocional. A oscuras,
el interior de los coches a veces se transforma en la bóveda de una pequeña
catedral; mínima pero conmovedora, donde cabe todo tipo de sentimientos.
Observaba Aída de reojo, cómo seguía mirando la pantalla; se acerca a la cara,
la huele con todo su afecto, como si intentase absorberle el espíritu. El habitáculo
del coche, en la noche -puertas cerradas, cristales empañados-, ejerce de caja
de resonancia de añoranzas. Los reflejos bañaban el techo, los cabellos, las sombras
de un anhelo renacido de las cenizas. El hombre se sumerge en la contemplación;
lleva así un buen rato, hasta que ella se apercibe, se gira y, en un impulso
inevitable, se encuentran los labios, sin que ninguno de los dos experimentase
sorpresa. Ella, dentro de la negación vidual había mantenido un incierto pero
intenso rescoldo de esperanza. Quizás inconsciente. Desliza la mano por detrás
del cuello del hombre y se sumerge a saborear el instante.
De repente, le asaltan
muchos sentimientos contradictorios: el recuerdo de Próspero y de la fidelidad
de viuda; que no tenía, que no tienen Augusto y ella, la edad ni el aspecto ni
les condiciones adecuadas para emprender aquella aventura inusitada; que con mucha
probabilidad Augusto no la buscaba a ella ni a su cuerpo, sino el de la muchacha
de la pantalla, por más que técnicamente fuese ella misma. Pese a ello, se ha
sentido empujada a abandonarse en una entrega tan absoluta como ignorada hasta
aquel momento, a la vez que recibía la impresión de que Augusto la acompañaba a
la perfección en este vértigo sin pesadumbres ni exigencias.
Entre gozo e indecisiones,
comienza a hallarle algún sentido a la sonrisa irónica de la otra Aída, la del
futuro; también a la broma del bigote daliniano e incluso a la del inverosímil
rótulo ‘Julius Fanerógam; pero, por encima de todo, a la exaltación de los
pezones inflamados por debajo de la camiseta. Ella, yo en el futuro, conoce todo
lo que me está pasando en este instante, al detalle, incluso cuanto había de ocurrir
sin que yo lo supiese a partir y durante la transmisión; sabía más que yo:
formo parte de su memoria. No le es lícito burlar sin más ni más las limitaciones
de las normas de comunicación y decirme ‘sé qué te está pasando ahora mismo’, pero
nadie la puede forzar a no sentir sus y mis recuerdos; a no revivir excitación,
sentimientos, entrega y contradicciones vividas en la oscuridad de un coche
aparcado en la calle, a la orilla del muelle, con un hombre, un compañero de aventura,
de emociones; insospechadas apenas hace un rato. Promesa guardada, y acaso sometida,
durante muchos años y surgida en el entorno de diversos ingredientes casuales,
imprevistos. Irrefrenable impulso que difícilmente habrá olvidado ella y, en
definitiva, yo, por más que su cuerpo rejuvenecido haya acumulado nuevas, y
quizás más apasionadas, experiencias. Los recuerdos también nos excitan. También
el sudor y una especie de fiebre que recorre el cuerpo, y las manos de la
persona que me estrecha y me acaricia.
Alargó el brazo y
apagó la pantalla que la comunicaba con Aída del futuro. ¡El espectáculo se ha
acabado!, a pesar de que sería posible que solo hubiese sido un espectáculo para
ella misma.
Mientras, Augusto,
ajeno a estas consideraciones, alcanzando una ilusión construida en silencio
desde hacía años, saborea el aroma y el gusto de aquella piel, como si fuese Aída
de hace veinte años, no la del futuro. Reposa sus recuerdos en la época en que
la amiga acababa de enviudar o, ¿quizás, ya sentía este deseo con Próspero en
vida? Al fin y al cabo, según Aída, yo soy el demonio; bueno, un demonio capaz
de traicionar por amor. La memoria es superior a las profecías. Un revuelo de anhelos
ocultos demasiados años funde los alientos y reúne los labios. Esclavo del estado
emocional, Augusto lucha por evitar cualquier precipitación, cualquier tosquedad
que le induzca el nivel de excitación.
De forma brusca e
inesperada se abre la puerta del coche. Una luz invade el interior. La mujer y
el hombre han sido sorprendidos. El sargento Jorni también. No preveía una
situación así. De ninguna manera. Según las fichas que sostiene en las manos, tendrían
que ser dos personas casi septuagenarias. Reacciona un poco tarde en comprobar el
escenario, pero por fin aparta la linterna y concede un respiro con aquella
prudencia torpe de profesional; unos segundos, los suficientes para rearmar la
vergüenza de Aída y Augusto, si es que tienen, y la propia. No se esperaba, ni mucho
menos, un trago como éste. Mira hacia el conductor de la furgoneta y, abriendo
de forma exagerada los ojos, le amaga un gesto sacudiendo el dorso de la mano
semicerrada, mientras encoge los hombros, como queriendo decir ‘¡Vaya pastel que
me he encontrado!’.
Recupera el punto
de impertinencia habitual que el imprevisto le había arrebatado –mantiene la
pretensión errónea de que con este punto de impertinencia adopta una actitud de
impavidez o que, cuando menos, consigue transmitirla- y vuelve a dirigir la luz
hacia el interior del vehículo.
-
¿Señora Rostove?
-
Sí...
-
Soy el sargento Jorni de la patrulla de vigilancia de la
Comisión de Implicaturas... le informo de que se le ha aplicado el análisis
preceptivo y que, desafortunadamente, este procedimiento ha puesto de relieve
una anomalía de importancia que tendrá que ser observada por les autoridades médicas.
Nos tendrá que acompañar...
Y usted también,
señor Váldric.
LA TRAMA
Expresiones fuera
y dentro de un cuadro
Encrucijada de
caminos, sentimientos y personajes
Sophie conoce su
instante de incertidumbre y agotamiento. La mano queda inerme sobre la cama mientras
la mirada serena emprende un vuelo desconocido, enigmático. Karen, la tía, resguarda
la desesperanza bajo la cabeza gacha. Sophie ha comprendido que es inútil la
resistencia y lo transmite sin rodeos. La tía, todo impotencia, estrecha con fuerza
la mano de la niña y hunde la frente. Oculta la cara para no contagiar la
consternación. Es irrelevante presentar batalla. La lucha se ha transfigurado
en una etapa anterior. Acaso inasequible, sin retorno. ‘¿Cuándo me curaré?’, dice
la enferma, pero pensaba decirle ‘no quiero morir’. Evita proferir la palabra
morir para no espantar la tía o, más bien, para no espantarse paseando por sus
labios palabras relacionadas con la muerte. La suya. A los quince años.
El sosiego en el
semblante es insólito: tiene mucho de cansancio, de desengaño sobre fuerzas e ilusiones
desgastadas en el proceso. No se ve con ánimo de continuar; empieza a calibrar
la capacidad de resistencia al dolor y a la degradación del cuerpo y se abandona
de forma intuitiva, como si se adaptase a la enfermedad; mejor dicho, al pronunciado
y constante declive vital. Una nueva fase se impone. Observa la persona que le hace
compañía y siente, convencida, que ha iniciado un rumbo diferente, un itinerario
que no exige bagaje ni preparativos. No es como el camino de la Fuente -el camino
que ha hecho y deshecho Karen durante el día y la noche-; el camino que habrá de
emprender Sophie es involuntario y confuso y sugiere encaramarse muy alto, en
un vector oblicuo, retorcido, que huye cabalgando sobre una espiral ajena a las
caminatas y carrerillas rectilíneas de la tía, del médico y del pastor por la calle
de la Fuente. Previsibles.
‘¡Arriba y abajo,
abajo y arriba! Precipitaciones y angustias que imprimen más dolor y malestar
al cuerpo y al alma. Muchas gracias, pero ya me he arrebujado en la blandura
entumecida que me transporta y ahora ya me dejo transportar entre sábanas. No
lo deseo, pero lo permito. Estoy agotada. Mi camino es mucho más retorcido que
el que conduce a la fuente y que he recorrido tantas veces.’ Vuelve a balbucear
unas palabras incomprensibles para Karen. La tía no alza la cabeza, como si no hubiese
oído nada; no es buen augurio que no la escuche. No realiza el esfuerzo para
desentrañar el sentido. Permanece más vencida que la enferma.
Con la formalidad
y la turbación procedentes, acaba de hablar en el recibidor de casa con el señor
Elster, el médico, y no hay nada que hacer, según su ciencia; tan solo esperar lo
que Dios otorgue, y se ha ido. Compungido. Al romper el alba. ‘Buenas noches,
ya pasaré mañana.’ ‘Buenas noches, doctor.’ Cerradas todas las puertas de la
casa; desde la principal a la de la habitación de Sophie el aire se ha vuelto
más espeso que nunca. ‘Soy una muchacha tan joven y podría ser tan alegre y vigorosa...’
La enfermedad ha sido implacable. Por ello, Christian, el padre, ya había
previsto llamar al pastor. De buena mañana había requerido a la tía salir de
casa para buscarlo, antes de que marchase el médico. Le habría costado tanto
recorrer la pequeña distancia... No se resignaba a admitir la situación. La esperanza
de vida ha cedido el turno al reconocimiento de la muerte. La otra vida, desde
la perspectiva del señor Aasen; una vida ideal según el pastor.
¿Qué hacía ella
desplazándose por el camino hacia la rectoría? ¿Qué se le había perdido? No ha tardado
mucho en realizar el encargo. ¿El encargo, de quién? ¿Del padre de Sophie? De
la inminencia, de la perentoriedad... ¿por qué no decirlo? De la presencia impuesta
de la muerte, ineludible, de su hálito inexorable que les arrebatará de sus corazones
la frágil Sophie. Parece como si la muchacha todavía tuviese ánimo y sintiese lástima
por aquella mujer desbaratada por la falta de indicios de mejora. Contempla la
tía, ‘¿Cómo transmitirle la vivencia del dolor?’; sin mirar a Sophie, ‘¿Cómo
sentir y reconocer los dolores y las angustias del otro? y remediarlos.’
Elster y Aasen, médico
y pastor espiritual, se cruzan en el Camino de la Fuente –el mismo camino que
Karen ha recorrido arriba y abajo para irlos a buscar y solicitar ayuda,
descorazonada pero decidida-, y se saludan ’buenos días, señor Aasen’; ‘buena
mañana tenga, Jørgen’. No se dicen nada más; ni para referirse al tiempo.
Tampoco agregarán sobreentendidos. Los dos intuyen de donde viene uno y hacia donde
va el otro. Se quitan el sombrero. Pura cortesía. Caminan hasta llegar casi a rozarse.
El sacerdote insinúa un gesto, pero lo retiene, no sabe con precisión por qué
motivo; el médico evita la incomodidad de abordar el tema que les ha obligado a
encontrarse en la calle esta mañana –o ¿es de noche, aún?; lanza la vista hacia
delante como si bordase el paisaje.
Un día cualquiera
no hubiese habido inconveniente para detenerse a hablar un rato. El señor Aasen
es un buen conversador, como el señor Elster, y temas de interés común sobran.
A uno, el otro se le antoja muy afable; al otro, también el uno. Tarde o temprano,
alguien tendrá que romper el hielo. Aasen saca del pecho una tos afectada, como
si iniciase un sermón de domingo; Elster resuella fingidamente, como si estuviese
en la consulta de cada día, pero no se detienen un palmo ni han amagado el intento.
Ambos tienen prisa; uno por llegar a casa después de la experiencia vivida, el
otro para cumplir la pretensión de iniciar la suya. ‘¿No hay nada que hacer?’ ‘Es
muy lamentable, pero no’, se vuelven a encasquetar el sombrero y, sin detenerse,
les sale del alma. ‘Es una desgracia.’ ‘Es cierto. Irreparable.’ ‘Pobre chica.’
‘Pobre familia; primero la madre, después la hija.’ No puede perder más tiempo el
encargado de las almas; ha de descansar el encargado de los cuerpos. Siguen la calle
de la Fuente en sentidos opuestos. A cada paso que ejecutan, el camino esponja
más la soledad.
- Mientras, mi
cansancio parece reposar sobre la tristeza de tía Karen. Ella representa el
desconsuelo; yo, en todo caso, el aturdimiento que engendra el dolor. No sé con
exactitud lo que debía pensar y sentir en aquella circunstancia, pero bien lo podría
traslucir por el juego de claroscuros. El verde oscuro asciende buscando la
palidez del mi rostro, un matiz más claro y luminoso que el verde que me envuelve
y el negro del vestido y del peinado de Karen. La estoy mirando con la ternura
que me permite la agonía que pronto se me llevará lejos, al lado de mi madre.
Quién diría que todavía se insinúa una sonrisa a flor de labios. Flota sobre
las manos enlazadas. Mi madre no aparece en el cuadro; no puede aparecer porque
en aquella época haría nueve años que emprendió el mismo recorrido por el túnel
hacia donde soy absorbida irremisiblemente. Me viene el recuerdo de mi madre a
la manera como lo puede componer una niña de seis años, lejano, impreciso, pero
entrañable. Recojo su evocación mientras reúno sensaciones que me tengo que
llevar en este viaje. ‘Ahora nos veremos, dentro de unos instantes, supongo. A
ti te lo digo, madre.’
Elster, sentado
en la entrada de su casa, se quita las botas. Menea la cabeza. No se le va del pensamiento,
Sophie. Tampoco Karen. ¿Qué más se puede hacer? Acaso, dejar las botas en su sitio.
Sin prisas. Aasen, el pastor espiritual, repica el picaporte. Con rotundidad.
Con la misma firmeza que la de la pretensión de ayudar el alma que le espera dentro.
- De momento, madre,
transcurrido el tiempo, contemplo cómo miro a tu hermana con gratitud. La misma
gratitud que sigo sintiendo hoy. Espero que alce la frente, porque su rostro,
el de la querida tía Karen, ha de formar parte del equipaje que estoy dispuesta
a llevarme. De todos modos, un recuerdo tan difuminado como el tuyo. Preferiría
que no llorase si ha de constituirse en un consuelo para la otra vida. Me agrada
la imagen, es triste pero me agrada. No se me ve derrotada del todo. Una pizca de
ironía incluso en el gesto de la boca, sobre la inverosímil sonrisa. Es una muestra
más del afecto de mi hermano que no puede aparecer en el cuadro porque es quien
lo ha pintado.
FINALES
La muerte olvidada
de mosén Celedonio Artigas
Sobre la censura y
la paranoia que induce
Vuelve a abrir el
archivo y revuelve entre las carpetas. Saca otra, la estruja entre las manos.
No debe encontrar lo que busca. En el otro lado de la sala, Socías cuchichea
con un otro miembro de la brigada.
-
¿Te imaginas a este payo empuñando una del treinta y ocho?
-
Creo que, en definitiva, era un cuarenta y cinco.
-
Aún peor...
-
Lo has de contemplar joven, que en aquella época tendría cuarenta
y dos años.
El inspector mantiene
abierto de par en par el archivador que contiene los expedientes de asuntos prescritos.
Asuntos es un eufemismo: son asesinatos prescritos, que no se ha declarado
culpable a nadie. En cierta medida, las vergüenzas del departamento de investigación.
Ha localizado el caso de mosén Celedonio Artigas, un presbítero muerto por una
bala en la calle del Ave María, esquina plaza de Sant Josep Oriol. Le quisieron
cargar el muerto a Floriano Armentero, un anarquista de la época, pero no consiguieron
endosarle el crimen, pese a las sesiones de interrogatorio que debió padecer el
infortunado, intuye el inspector, que parece un inspector de otra época. Tendría
Floriano una coartada perfecta; no obstante, los interminables interrogatorios
no los debió de evitar, el pobre hombre. Anarquistas y gitanos venían que ni
pintiparados para pasar por la ‘sacristía’. Unos por los asesinatos en los
alrededores, los otros por las sustracciones; el de los comunistas era un otro
planeta; los homosexuales eran harina de otro costal, pero también entraban en
la rifa. Todos habían de ser ‘confesados’. ¡Cómo han cambiado las cosas!
No lo ha visto por
ninguna parte en el expediente. Ha tenido que venir este viejecito al cabo de medio
siglo para informarle de que el sacerdote, además de párroco, se dedicaba en
horas libres a otro oficio: leía obras de teatro –incipientes obras de teatro,
porque una obra no es de teatro antes de subir al escenario.
No por gusto. Realizaba
la función de censor del régimen por obligación moral y un tanto por necesidad
económica. Le remitían desde el Gobierno Civil los originales de algunas de las
obras que se pretendía estrenar en la Barcelona del espectáculo y tenía que
leerlas con atención, no se le colase ningún inconveniente político o religioso.
La gente de teatro se las sabe todas. No consta, sin embargo, en el expediente
que ejerciese de censor. Alguien lo escamoteó aposta o el dato se escabulló
entre los papeles. Sin duda, era una información incómoda; se tenía que mantener
una política de censura por encima de todo, pero, por encima de todo, se había
de dar la sensación de que no existían obstáculos culturales. Mira por dónde,
ahora resulta que, en su momento, hubiese sido una información imprescindible,
vital, para resolver el caso. Como mínimo, le hubiesen ahorrado alguna zurra al
compañero Floriano. Aunque –piensa- tampoco se las hubiesen querido ahorrar.
¿Qué gana hoy en
día un señor de más de noventa años autoinculpándose de un crimen perpetrado hace
ahora más de cincuenta?, piensa mientras atraviesa la oficina y abre la puerta
del despacho donde le espera el señor Gavillas, un hombre de noventa y cinco años,
minúsculo como un pollo sin plumas.
-
¿Qué me dice, señor inspector?
-
No sé qué decirle...
El inspector se
huele que todo es una broma de Domingo, que el señor Gavillas es el elemento
propicio para gastarle una inocentada, aunque visto como es este señor, también
es factible que Domingo se viese sobrepasado por la capacidad de insistencia
que tiene. Quizás por eso se lo recomendó con una nota donde resaltaba el interés
de las pretensiones de este caballerito con canotier, corbata de lazo y bastón
de bambú enlucido.
-
No hemos encontrado la pistola.
-
No puede ser... al lado del lavadero... bajo la losa, enterrada
a veinte centímetros... ¿Ya han rastreado a conciencia? Lo recuerdo con claridad,
como si fuese ahora mismo.
-
Lo que usted quiera, pero no hemos hallado nada.
No le aclara, no
obstante, que se habían topado con indicios muy antiguos de tierra removida y que
muy probablemente aquel agujero oculto en el lavadero había contenido un objeto.
No se sabe qué. Podía haber sido la pistola, pero no se puede asegurar. Han
pasado tantos años... Tal vez la habría
encontrado un coleccionista de armas antiguas o un entrometido. Quizás habría sido
aquel viejecito quien había removido la tierra para simular indicios que
añadieran crédito a su relato. Una estratagema. En cualquier caso, el objeto
que fuese había volado y sin el arma del crimen... Cincuenta y tres años son
demasiados años para reconstruir el escenario y la acción y comprender qué había
ocurrido. Han cambiado hasta los amos de las casas y de algunas de las piedras
y los vecinos. Muchos habrán muerto ya. Es ley de vida. Diez lustros dan para mucho.
-
¿Ya han buscado bien?
El inspector le
observa no reconoce con qué sentimiento, porque no le apetece odiar a un viejecito
como aquel. Tampoco le sugiere ternura alguna en medio de tanta urgencia y tanto
papeleo. Se esfuerza a contrapelo insinuando una actitud que parece una sonrisa
condescendiente; al fin y al cabo, quien tiene delante es una persona mayor, muy
mayor. Venerable. Simula leer el escrito que días atrás les envió el señor
Gavillas donde, con una concreción y una desenvoltura extraordinarias, explicaba
las circunstancias y la irrefrenable retahíla de acontecimientos que rodearon el
asesinato; pero el inspector ya está muy habituado a estas situaciones. No es fácil
que le engatusen con romances. La paranoia visita con demasiada frecuencia
aquella oficina. Es un estado que tiende a falsear y que deriva en alcanzar una
verosimilitud probable pero inquietante. La vida es paranoica. Los paranoicos solo
leen de la realidad y, en todo caso, la reinterpretan, la adornan, la adaptan a
los intereses más insólitos; pero, en conjunto, lo que piensan, y creemos que
fantasean, proviene de la vida real. Y la vida real no lo sabe; se empeña en no
saberlo.
-
Pero ¿qué quiere obtener usted con esta estrategia?
-
Ya sé que tienen mucha faena, pero solo quiero que me escuchen
y que obren en consecuencia.
-
No es esta la cuestión. La cuestión es que, aunque consiguiésemos
aclararlo, no tendríamos ninguna posibilidad de reabrir el caso.
-
Se ha de poder...
-
Ya me dirá cómo...
Es cierto que este
hombrecito describe toda la acción con una exactitud estremecedora y que los
hechos -asesinato de mosén Celedonio, el aspecto de la víctima, y lugar, la esquina
con la plaza de Sant Josep Oriol, y el objeto letal, una pistola- son clavados
a los que constan en el informe preliminar. Solo se ha equivocado en el
calibre. Pero la memoria provoca estragos mucho más notables en estas edades.
Todo invita a creer en lo que explica, pero ¿qué ganaríamos removiendo la mierda?
Para acabarlo de fastidiar, a estas alturas es imposible aceptar una
autoinculpación. ¿Qué lograríamos?
-
Nadie ha pagado por aquel crimen.
-
El mío se ha de considerar un atentado terrorista, ¿si o
no?
-
Seria una conclusión aceptable, pese a que, para
determinarlo con precisión, se habrían de esclarecer más los acontecimientos y
las circunstancias que los rodearon y, sobre todo, las motivaciones. En primer lugar,
habríamos de determinar el autor.
-
Pues, no ha prescrito. Es un atentado terrorista, y el
autor soy yo. Fui yo. ¡¡Cómo se lo he de decir!! Mosén Artigas había leído mi
obra de teatro como representante del régimen político de aquella época, y la
prohibió, aunque bajo su arbitrio personal, pero también como representante de un
poder político establecido y yo lo maté por este motivo, debido a que ejercía
la representación de este poder. Como una parte del aparato de un estado
represivo. La particularidad de que hubiese procedido a desbaratar mi máxima ilusión
no tenía importancia. La obra que se tenía que estrenar en el teatro de los
Capuchinos de Pompeya, en la Diagonal, mi obra, era una mera pincelada dentro
la contingencia del momento, en la que tomé la decisión de abrazar la causa de
todos los censurados del mundo y me erigí en un símbolo y, como tal, había de actuar
en nombre de quienes habían padecido censura y en nombre de la sociedad a la que
los déspotas, por motivos espurios, le habían arrebatado este y otros beneficios
culturales. ¿Soy o no soy un terrorista?
-
Hombre, así visto, señor Gavillas...
-
Ya lo ve, ¡mi delito no ha prescrito! Encima, si preví la
situación y calculé todos los movimientos, se ha de entender que hubo
premeditación. Estudiar el trayecto acostumbrado por el mosén, desde la calle Baños
Nuevos, esperarlo a la hora justa, porque era muy puntual, ensayar en casa la
mecánica del tiro y después en el campo, cargar, apuntar y disparar; manipular
con prudencia aquel artefacto, agarrarlo con discrecionalidad y atrevimiento,
pensar donde le tenía que disparar; lo había de dejar tieso, dicho y hecho, sin
rastros, sin sospechas, sin concederle tiempo, aunque aquel sujeto se mereciera
algún padecimiento durante su ejecución, porque había sido muy cruel en vida al
abortar tantos esfuerzos creativos, no solo mi obra –una modesta pieza de teatro-
sino una ristra y de mucha gente. Ya había procurado enterarme. Sería pues, una
ejecución como se merecía...
Una premeditación
muy malévola, que quería atentar directamente contra el estado, contra quien cortase
el bacalao si se hubiese cruzado en mi camino. Iba de forma directa contra el
aparato del estado vigente. Sus engranajes, pero también contra el cerebro. De hecho,
el asesinato del mosén solo era un principio, ensayo y proyecto de ir contra la
médula del sistema y atentar contra algún ministro importante, algún personaje
del régimen o contra Franco mismo, ¿por qué no? El ensayo de un itinerario
terrorista que se detuvo en el primer intento, ya que, a pesar de que más tarde
ha resultado evidente el éxito y la impunidad de mi intervención, me certificó
en aquella hora de forma palpable que yo no estaba predestinado a ser un hombre
de acción. Mi acierto fue fortuito por más que, en la rueda de la vida, esto solo
lo sepa yo. Franco podía descansar tranquilo.
El inspector
enarbola el escrito. No sabe si leer, si escuchar lo que dice aquel hombre. Son
muchas hojas. Las esparce por la superficie de la mesa como si fuesen las cartas
de una baraja. Si no fuese porque es un profesional... la pulcritud, el detalle,
incluso el indiscutible afecto -le parece entrever al inspector- por la historia
explicada, aún se lo hubiese tragado. A medida que penetra en la lectura y mientras
escucha el interlocutor, un halo imprevisto de verosimilitud invade los sentidos;
de seguir así, conseguiría sorberle el seso. En especial, la parte que
corresponde a las motivaciones resulta muy convincente. No de las motivaciones
para perpetrar el crimen, sino de las motivaciones que han conducido al señor
Gavillas a desvelar ahora los acontecimientos y asumir y plantear la autoinculpación.
Por lo menos, son atractivas. Cuando la mente se descontrola, ¿hasta qué punto
planea sobre unos extraños pies que se aferran a tierra? La paranoia puede ser
tan real como la realidad puede ser paranoica. El policía no es capaz de
detectar que, en definitiva, está cayendo en la trampa preparada por el inofensivo
–al menos en apariencia- señor Gavillas, de noventa y cinco años, corbata de lazo
y camisa de popelín. El bastón ha desaparecido de escena; Gavillas lo ha apoyado
contra el faldón de la mesa.
-
¿Se quiere entregar a la justicia al cabo de tantos años
nada más porque ahora no han accedido a publicarle un libro de relatos? Aquí lo
dice, en la página diecisiete. ¿No le se le antoja una contradicción o, tan
siquiera, una incongruencia?
-
¿Qué tiene de extraño que me entregue ahora y de esta
manera? Es para resaltar el fracaso de todo aquello que se considera un triunfo
personal en este proceso. Ahora la censura se ejerce de una forma sibilina, sin
prohibiciones, a partir de los resortes del premio (subvenciones, promociones
públicas y privadas...) y del castigo (la ausencia de estos apoyos) De la
prohibición hemos pasado a la zanahoria. Además, nos quieren aturdir la mente
con consignas y orientaciones a través de la tele y todo aquél que no se
resigne se verá sepultado por un embrollo de imágenes inconsecuentes y contrasentidos.
La pluma permanece sometida. Quizás, más que nunca.
-
No sé quién le mete estas patrañas en la cabeza, pero tengo
la impresión de que es usted quien
se mete solo en la boca del lobo –El inspector estruja un papel señalando un párrafo-
Cómo se le ocurrió escribir un relato donde acusa, ni más ni menos, de fraude de
Estado a los actuales gobernantes en Madrid; no contento, también incluye en la
acusación a los gobernantes de Cataluña y, no satisfecho del todo con esta pataleta
de crítica feroz, añade a la lista los más que probables futuros gobernantes, casi
inmediatos, agregando tertulianos de toda ralea y hasta los dirigentes de la
Comunidad Europea.
¿Quién ha quedado
fuera de la lista? Y, sin tener bastante, se manifiesta en contra de los sentimientos
políticos de moda en el país. ¡A contracorriente de la masa! ¿Cómo espera que
publiquen los escritos? ¿No podría permanecer centrado en otras cuestiones y
dedicarse a la literatura, únicamente? A escribir, que es su especialidad...
-
Es de lo que me quejo. La censura se ejerce hoy con una
estrategia solapada. Más incontrolable. En mis tiempos, para luchar contra ella
tuve la oportunidad de enfrentarme y de matar un hombre y de soñar en matar el
de más arriba, hasta a Franco, si hubiese podido llegar. La autocensura era para
los cobardes. Pero para poder luchar contra este juego de ‘censura-autocensura
por inducción que vivimos, tendría que emplear una bomba atómica y no tengo ganas
ni la tengo al alcance, gracias a Dios.
El inspector está
muy impresionado. Alarmado. No deja de tener cierta coherencia el hombrecillo
perdido entre disquisiciones cada segundo más desorbitadas; la deriva mental se
manifiesta ya con mucha claridad. Sigue consultando los papeles. Agitado. ¡Maldito
Domingo! ¿Cómo desembarazarme de este hombre y su estado enfermizo? De repente,
se siente obligado a decir alguna cosa y sin apercibirlo ha entrado al trapo.
-
Pero, hombre de Dios, cómo se le ocurre incluir, en uno
de sus relatos destinados a la lectura escolar, una aventura amorosa entre dos
personas mayores. Dos viejos. Yo no entiendo mucho acerca del ámbito educativo,
pero ¿cómo quiere que le editen algo
así? –No es respetuoso con los papeles, los estruja, aunque para él debe de ser
una forma de recogerlos.
-
Posiblemente no sea por eso, más bien será porque en otro
relato denuncio la práctica de la censura en la sociedad democrática. No
obstante, ya me lo advirtió un conocido. Un episodio erótico-crepuscular no sería
muy bien visto como propuesta de material didáctico. Pero ¿por qué hemos de
ocultar a los jóvenes todo lo que les rodea? Sobre todo, a partir de cierta edad.
¿O es que los abuelos no copulan cuando pueden? ¿O no es que muchos nietos ya están
al día sobre los juegos amorosos de sus abuelos? ¡¡¡Míreme!!! Yo formo parte de
esta realidad que indico.
El inspector
‘alucina pepinillos’ –Es que no le sale decirlo ni pensarlo de otra manera. Un hombre
de noventa y cinc años, ¡¡quién lo había de decir!! No le surgen las palabras.
El señor Gavillas, al excederse, se ha convertido en un personaje poco creíble;
después de lo que ha dicho, se ha dado cuenta de que es él contra todos los
demás, que no hay nada que hacer: el inspector no es el hombre apropiado para
atender sus demandas, por más que Domingo lo hubiese recomendado como el policía
más sagaz que había conocido en su vida. Recoge el bastón. Aprieta el canotier.
-
Desearía... –balbucea- entregarme a la justicia porque,
visto donde ha llegado la práctica de la censura en estos últimos años, mi
acción homicida ha sido un fracaso. Rotundo e irreparable. Inmolé un hombre
–culpable, sin duda- para no resolver nada y, por tanto, sin motivo real –La
imaginación del viejecito pasea por la calle del Ave Maria donde perpetró la acción
ahora hace cincuenta y tres años, el asesinato sin culpable reconocido. Los
nervios, la excitación incontrolable- El tiempo consigue cambiar mucho y de muchas
maneras el horizonte humano. El valor auténtico de los recuerdos. La censura no
era mejor, pero entonces era más fácil de entender y de asimilar. Soy carne de
prisión –Había avanzado demasiado el cuerpo y ahora se repantiga en la silla,
vencido.
-
Piense, señor
Gavillas, que es imposible conseguir ingresarlo en la cárcel a los noventa y cinco
años.
-
No ha resultado tan benévola la actuación de la censura
implícita en la democracia como para responder de la muerte de un hombre durante
la dictadura –manifiesta el buen hombre como si no le escuchase nadie- Mi acción
es del todo injustificable –le tiemblan las manos. Deja de menear el bastón. Las
esconde.
Se produce un
intervalo de tiempo ingrávido. Nadie prevé por donde salir a partir de aquel
instante sorprendente para uno de ellos, decepcionante para el otro. El señor
Gavillas ha agachado la cabeza; compungido porque la gestión no llegará a buen
puerto. Había sido esperanzadora. ¡Lástima!
-
Lamento pues, haberle robado inútilmente el tiempo. Todo resta inútil: la muerte y la pretensión de expiarla.
–Se incorpora y alarga la mano.
-
Y yo lamento no haberlo ayudado más sobre este asunto.
-
No se preocupe. Es complejo... es evidente. Un asunto
delicado. ¡Tenga usted un buen día! -Se yergue del todo.
-
A su disposición. Espere que le acompañe....
-
No es preciso. Conozco el camino.
Cruza la oficina
con dignidad impostada –el sargento Socías y los otros miembros de la sección
no ocultan su curiosidad; encima, divertidos- Los deja atrás, baja las escaleras
y abandona el edificio con la misma circunspección, pese a que ya no le ve nadie.
No sabe que el inspector le está mirando desde la ventana de su despacho. Le
mira mientras va calle abajo.
El señor está como
un cencerro. En el territorio de las dudas que siempre alberga el alma, el
inspector bregado en muchas batallas todavía le concede alguna verosimilitud. Aún
podría ser que...
Tiene la sensación
de que ha salido airoso, con cierta discreción y una pizca de acierto. No obstante,
cree que esto no se ha acabado, que aquel hombre volverá. ¡Caramba, el bastón y
el sombrero de paja!
Es curiosa la
conclusión que ha sacado de este caleidoscopio enloquecido: que si alguien mata
por dinero (por un doble delito, robar y matar, que tendría que ser considerado
doble delito) lo puede ver prescrito, mientras que, si sólo ha matado, como en el
asunto de este expediente, en según qué condiciones no le prescribiría. Resultaría
conveniente robar, aunque solo fuesen unos céntimos, a la par de cometer un atentado,
con la intención de que considerasen como motivación el robo. Son disquisiciones
malévolas, impropias de un policía que se precie. No es conveniente hablar con un
loco tanto rato; todo se pega.
Nunca ha pisado la
calle del Ave María y le invaden las ganas de pasarse por allí. Ve salir también
del edificio al sargento Socías, apresuradamente.
-
¡¡Señor Gavillas, señor Gavillas!!, resuella como puede.
No está en forma.
El hombrecillo se
gira, mientras se le dibuja en la cara un atisbo de expectación. Notable. ¿Sería
posible que se lo hubieran repensado y que ya viniesen a detenerlo?
-
Se ha olvidado
esto en el despacho del inspector.
-
¿El canotier y el bastón? Le permito tirarlos. A partir de
ahora no los necesitaré. Quiero cambiar de aspecto. Completamente.
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